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Ingratitud – Por Juan Hernández Bravo de Laguna

   

En los tribunales de este país se dirimen en la actualidad unos mil trescientos casos relacionados de una u otra manera con la corrupción política, la mayoría de ellos ignorados por los medios de comunicación y, en consecuencia, por la opinión pública. Se trata de casos sin la repercusión mediática de los que afectan a Urdangarin y la Infanta, los ERE andaluces o los presuntos sobresueldos del Partido Popular, pero muy representativos de una corrupción generalizada y crónica que se ha instalado en la vida política española, y que, al parecer, ha venido para quedarse. Sin embargo, no nos engañemos, la situación no es nueva. La corrupción ha estado siempre presente entre nosotros a lo largo de toda nuestra historia porque es uno de los elementos constitutivos de nuestra cultura picaresca y de nuestra forma de ser poco fiable. Una cultura y una forma de ser que transplantamos a nuestras colonias americanas, y que hoy es patente en los países en que se han convertido.

Durante la Segunda República se dieron algunos casos notables, el más conocido de los cuales fue el llamado del estraperlo, que afectó al Partido Radical y a su líder, Alejandro Lerroux. Más atrás en el tiempo, durante el reinado de Isabel II y la Restauración, fueron muy relevantes el curioso precedente de los turbios negocios de Fernando Muñoz, el segundo marido de María Cristina, la viuda de Fernando VII, y la temprana especulación inmobiliaria que protagonizó el después nombrado marqués de Salamanca en el barrio madrileño de su nombre.

Y así podríamos seguir hasta agotar la paciencia del curioso lector. Burbujas inmobiliarias y pelotazos financieros que parecen sacados de las noticias de hoy mismo. En otras palabras, nuestro presente es corrupto porque nuestro pasado lo fue, y el asunto no tiene fácil arreglo. Algunos autores señalan como una de las posibles causas de esta situación la notable diferencia entre las éticas del trabajo católica y protestante, una diferencia que analizó definitivamente Max Weber en su conocida obra hace casi un siglo. Para el católico, el trabajo es un castigo divino del que es lícito librarse, y el pecado puede siempre ser redimido por la confesión. Para el protestante, por el contrario, la salvación es un problema que debe resolver cara a cara con Dios, nunca está seguro de haber sido perdonado, y el trabajo bien hecho y el éxito en esta vida son precisamente signos de salvación en la otra. Lo que aclara el desprecio social que, por lo general, acompaña y castiga doblemente al fracaso en los países protestantes, a diferencia de la conmiseración católica.

Esta hipótesis contribuye a explicar la mayor incidencia de la corrupción en el sur europeo católico que en el norte protestante. Y también ilustra muchos aspectos sociales y políticos de la cultura norteamericana, fruto de sus orígenes protestantes puritanos. No obstante, en el caso español actual es evidente que existe una causa más inmediata y directa. La corrupción política -y social- está ligada a la financiación ilegal que practican todos los partidos y a las relaciones inconfesables de los partidos con la banca y con el mundo empresarial. Como ha señalado lúcidamente el profesor Alejandro Nieto en sus numerosos libros dedicados a la cuestión, si los partidos españoles quisieran, la corrupción política española se acabaría de un día para otro. Pero, por supuesto que no quieren. Por eso resulta un poco ingenua -aunque muy estimable- la iniciativa que han tenido estos días unos cien intelectuales españoles, que han publicado un manifiesto reclamando una nueva ley de partidos que asegure la transparencia y la democracia interna de nuestras fuerzas políticas. Vana ilusión. Entre otras cosas, porque las leyes no tienen poderes taumatúrgicos, no hacen milagros, como creemos en España, uno de los países occidentales en donde se producen más leyes y en donde menos se cumplen. Si bien es un alivio comprobar que el manifiesto no se refiere a las famosas listas electorales abiertas y a la fórmula electoral de d’Hondt, que es la cantinela habitual de los que hablan de estas cosas sin tener ni la más remota idea de lo que hablan.

Un aspecto colateral, aunque de no menor importancia, de la corrupción política española es el uso partidista y sesgado que hacen de ella las fuerzas políticas y los medios de comunicación, que la utilizan como arma arrojadiza de descalificación del contrario. Y no olvidemos la triste situación en que se encuentra el poder judicial, con jueces inhabilitados o sancionados, con una politización creciente, y con algunos de sus miembros evidenciando una preocupante carencia de conocimientos jurídicos, sectarismo e, incluso, falta de sentido común.

A pesar de lo anterior, hay un elemento de la corrupción política española que no deja de sorprendernos. En las numerosas declaraciones judiciales que se producen en estos casos, la mayoría lo niega todo, como era de esperar. Pero hay una minoría que, sin necesidad aparente de hacerlo, reconoce sobresueldos, comisiones y licencias ilegales, y demás, con lo que perjudica gravemente a sus presuntos benefactores. ¿Por qué lo hacen? ¿Qué beneficio obtienen con ello? Porque habría que concluir que, además de corruptos, son unos ingratos.