Entre los cacharros que asoman e incordian en mi lugar de trabajo está un muñeco cerámico, un pelao mejicano con una maleta en la que, a modo de etiqueta, se lee un aforismo de Vasconcelos: “Como un viaje, un libro se empieza con inquietud y se termina con melancolía”. Desde hace días, el muñeco pisa con utilidad profética un texto contra la ignorancia, la más grave de las enfermedades y el origen de todas ellas. A los ensayos, reflexiones puntuales o de fondo sobre lo que nos sostiene y nos rodea, no se les concede el valor añadido de la profecía que carga la buena literatura.
Sin embargo, en España contra pronóstico, Miguel Ángel Aguilar (1943) nos ilustra sobre la hoy cuestionada épica de la Transición, “un ejercicio lúcido y valiente de liberación y una ruptura de pronósticos aciagos sobre nuestra incapacidad de articular la convivencia”, y advierte de los riesgos de “la oxidación de las libertades” consagradas en la Constitución de 1978, la de mayor alcance de las promulgadas en este país. Hojeado como un manual imprescindible para situar nuestro asombro y cabreo con la actualidad que carga baladronadas sin pausa y paradojas sangrantes, atisbamos en los contertulios iracundos -algunos, pese a las apariencias, con patrón común- el fantasma recurrente y, según parece, rentable, de las dos Españas; emergen como hongos corrupciones afrentosas con trato desigual por la justicia, iconos de la reconquista de la nada, paladines belicosos que no saben ni quieren pedir perdón por sus costosos errores; salvapatrias trasnochados, ignorantes de la historia y con ínfulas gloriosas o vocación de disimulo, que, hartos de arremeter contra los adversarios, cargan contra los próximos y muestran disposición para un retorno que nadie les pide.
En un horizonte desolado, con los peores datos económicos y sociales de las últimas décadas, con las dudosas perspectivas que se mueven entre la catástrofe y el eufemismo, con contrastada falta de crédito por la izquierda y la derecha y un amplio descontento sin posible articulación, Aguilar nos recuerda quiénes somos, qué hicimos y cuánto podemos perder bajo esta inacción iracunda que, más allá de las sonoras respuestas a los daños inmediatos, precisa una regeneración urgente que nadie promueve ni secunda. Libre de dogmatismos, el autor cumple “con el deber de molestar”, que es una de las obligaciones de los periodistas -y más aún para “los que saben geografía e historia”- para librarnos de la carga y el estigma de ser el furgón de cola de un sistema que hace aguas y reclama reformas.