JOSÉ LUIS CÁMARA | Santa Cruz de Tenerife
Como dijo Bobby Knight, uno de los mejores entrenadores que ha dado el baloncesto a lo largo de su historia, “las lecciones que se aprenden en la cancha que nunca se olvidan”. Con toda seguridad, Knight nunca afirmó eso por las lecciones que cada día reciben los 20 jóvenes a los que la ONG francesa PSE (Por la Sonrisa de un Niño) enseña desde hace un año el noble arte de la canasta, en uno de los barrios más desfavorecidos de Phnom Penh, la capital de Camboya. Esta organización, que lleva más de 15 años trabajando denodadamente para combatir la pobreza en el país asiático, nació del tesón y el esfuerzo de dos jubilados franceses, Christian y Marie-France des Paillères. Éstos, que dirigían un programa de ayuda a la reconstrucción de la enseñanza primaria, visitaron por casualidad una tarde de abril de 1995 el basurero de la caótica ciudad khemer. Por él deambulaban diariamente cientos de niños que buscaban entre la mugre algo que vender o que poder echarse al estómago. Conmovidos por lo que vieron, Christian y Marie decidieron crear una escuela en las cercanías del basurero para escolarizar a buena parte de estos adolescentes.
Así, un año después surge el primer centro de PSE, levantado gracias a la ayuda de familiares y amigos de la pareja. Con el tiempo, el proyecto se enfrentó a otro reto aún más complejo. Y es que saber leer, escribir y contar no era suficiente para que los chicos del basurero salieran de la miseria. Hacía falta darles un oficio. Bajo esa premisa, y para evitar que los menores tuvieran que volver a hurgar entre la cochambre, PSE creó formaciones profesionales adaptadas a las necesidades de las empresas locales. El programa, que ha tenido que sortear muchos obstáculos y trabas gubernamentales, es hoy una realidad que involucra a más de 4.000 niños camboyanos de distintas edades.
Una decena de ellos se baten tres días por semana en una cancha agobiante llena mosquitos, donde por culpa de los baches hay que hacer malabares para controlar el balón. Descalzos, la mayoría, o con botines de segunda mano para compartir, los ilusionados adolescentes atienden expectantes a su entrenador y a un amigo de éste, que tratan de dar algunos consejos aprendidos tras horas frente al televisor y cientos de crónicas leídas en Internet. Porque en Camboya el baloncesto apenas tiene tradición, y aún debe crecer mucho para igualar el número de licencias que poseen disciplinas como el bádminton y el voleibol.
Posiblemente ninguno de estos aprendices de Pau Gasol acabe jugando en la NBA, de la que muchos ni siquiera han oído hablar; tampoco lograrán contratos multimillonarios con los que comprarse coches deportivos y ropa de marca; ni tan siquiera tendrán la oportunidad de ser seguidos por ojeadores que los ofrecerán al mejor postor. Ninguno sueña con algo así. Sólo quieren que llegue rápido el entrenamiento para saltar de nuevo a la cancha y lanzar el balón al aro. En el horizonte está su primer partido, que disputarán dentro de dos semanas contra otros jóvenes como ellos, de humildes escuelas camboyanas. No habrá televisión que grabe el evento, ni cheerleaders exuberantes, ni banquillos cómodos, ni marcador electrónico; tampoco equipaciones con números ni nombres grabados a la espalda. Pero habrá vencedores y vencidos, alegrías y decepciones. Habrá llantos y rabia contenida por una derrota que tratarán de vengar en el siguiente encuentro. Habrá un balón, árbitros, chicos a ambos lados de la cancha, el salto inicial y un objetivo común: anotar una decena de canastas contra el peor de los rivales: la pobreza. I love this game.