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Una fe-barniz o un padrenuestro – Por Carmelo J. Pérez

Pedimos cosas a Dios y él nos regala su Espíritu, nos recuerda hoy el Evangelio. ¡Pues vaya una cambio!, pensarán no pocos. Hablando en plata: la mayoría de veces, cuando un cristiano habla con Dios lo hace para hacerle llegar sus necesidades. Que si la salud de tal familiar, que si el empleo de este otro, que si los proyectos y el dinero y la bonoloto… Instalados en esa dinámica, cuando el Otro no responde con lo que esperábamos se va sembrando en el interior la semilla de la desilusión, de la duda, del desencanto.

Creo sinceramente que no estoy exagerando. Igual que nos estamos acostumbrando a que el papa Francisco nos hable de la periferia de la sociedad en relación a las grandes masas de olvidados del mundo, de la misma forma, insisto, defiendo que existe una periferia de la fe en la que se mueve la mayoría de creyentes. De todas las edades y todas las condiciones. Que nadie se equivoque.

Las concurridas periferias de nuestra fe no están habitadas por los pobres de la tierra, por aquellos que carecen de cultura o de educación, por los implicados en las muestras más básicas de religiosidad popular. En absoluto. Diría más bien que las habitan hombres y mujeres de toda clase y formación que coinciden en que la fe se desliza por la superficie de su vida, sin calar en lo hondo de su personalidad. Una fe-barniz. Por eso, el gran reto al que se enfrenta todo evangelizador es acompañar a sus hermanos desde una fe malentendida como un pacto de conveniencia hasta abrazar una verdadera relación con Dios, que transforma la vida y se convierte en una fuente inagotable de madurez y compromiso.

Esa es la tarea más complicada: dejar de pedirle cosas a Dios y añorar su Espíritu, el único capaz de parirnos a una manera distinta de entendernos y entender la vida. Le he dado muchas vueltas a la cosa y siempre concluyo lo mismo: alumbrar un verdadero creyente es enseñarle a hablar con Dios, provocarle para que busque su rostro, insinuarle las fuentes de agua viva que encontrará en esa aventura. Otros atajos los comparo al café sin cafeína o a los sobres de sacarina, burdas imitaciones que entretienen el paladar pero no dan lo que prometen.

Por eso, hace tiempo que quiero convertir el rezo diario del padrenuestro en un momento privilegiado del día. Uno de los más importantes para mí y para todos los que confían en mí para ser acompañados en la fe. Sé que cuando uso esas mismas palabras enseñadas por Jesús me puedo fiar de lo que siento, de lo que digo, de lo que pienso. Sé que en ellas se resume todo lo que puedo esperar de Dios y lo que Él espera de mí. Sé que me llevan en volandas hacia lo que busca mi corazón, a veces sin saberlo.

Aprender a rezar el padrenuestro es el mejor antídoto contra la fe-barniz. Es abandonarse en Dios para redescubrirse, es reinventarse como hijo y reaparecer como hermano. Es tocar a la puerta de Dios en la confianza de que abrirá él mismo. Las cosas que necesito vendrán luego.

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