Donde hay poder no hay amor, hay odio y deseo de poder, afirmó este filósofo y teólogo erigido en un convincente propagandista del papa Francisco. “No importa que no cite la Teología de la Liberación. Somos felices, porque vemos y agradecemos su solidaridad y su autoridad moral por lo humano y por la Tierra. Tiene que cuidarse y tenemos que cuidarlo”. Nieto de inmigrantes italianos, Genecio Darci Boff (1938) obtuvo sus licenciaturas en su Brasil natal, se doctoró en la Universidad de Munich, ingresó en la Orden de los Franciscanos Menores y fue profesor visitante en Heidelberg, Basilea, Harvard, Lisboa y Salamanca.
Distinguido con doctorados ad honorem y premios por su defensa de los derechos humanos, participó como redactor y directivo de las revistas católicas más progresistas y cofundó con Gustavo Gutiérrez Merino la llamada Teología de la Liberación que, en principio, predica una fe liberadora en un continente oprimido y que, pese a no estar condenada formalmente, sus promotores han sido censurados por la Congregación para la Doctrina de la Fe. Su libro Iglesia: Carisma y Poder (1984), compendio de las tesis de este movimiento, le costó la suspensión a divinis y la deposición de todas sus funciones editoriales y académicas en el campo religioso. En 1992 y ante la amenaza de nuevas sanciones abandonó la orden franciscana y el ministerio sacerdotal.
Actualmente es profesor de ética en la Universidad Estatal de Río de Janeiro y es un cristiano de base, “ilusionado con el nuevo pontífice, que es más que un hombre y un nombre; es un proyecto de iglesia para reconstruir una institución que está en ruinas, por las peleas internas por el poder, por los escándalos económicos del IOR y los sexuales que metieron el oprobio en la Casa de Dios”.
Los elogios de este intelectual valiente y sincero engordan el memorial de agravios y el catálogo de insidias que los sectores carcas de la jerarquía preparan contra un papa sorprendente que “es una figura providencial, que viene del Tercer Mundo, donde vive el 60% de los católicos, mientras Europa es un continente cansino y agonizante; un jesuita muy bien formado y con las virtudes de San Francisco, la sencillez y la opción de los pobres”.
Sin embargo, y con la franqueza que le caracteriza, recomienda a su santidad que se cuide; o sea: dice en alto lo que insinúan observadores y cenáculos vaticanos y los que aplauden, y temen por la salud, “de un pastor que huele a ovejas, de un líder que huele a pueblo”.