Las últimas matanzas de islamistas por el ejército egipcio superan ya las de laicos durante la presidencia de Morsi. Es como si se tratase de una fatÃdica maldición que impide la democracia en un paÃs que fue regido por el crápula Faruq, primero, por Nasser y sus epÃgonos militares, después, y hasta hace unas semanas por los Hermanos Musulmanes. La misma imposibilidad democrática se produjo tras la caÃda de otras dictaduras de la zona. En el Irak posterior a Sadam Husein el terrorismo lleva causadas casi más vÃctimas que aquel horrible régimen y muchas más, por supuesto, que la guerra posterior; el Kurdistán iraquà es de hecho un paÃs independiente y casi sucede lo mismo en la zona libia de Bengasi, donde diferentes grupos armados campan sin control. El paÃs que mejor ejemplifica esta contradicción es la Siria de Al Assad, puesto que la alternativa a su despiadado régimen laico parece ser un yihadismo extremista.
Por eso, los militares de Argelia mantienen bajo férreo control al fundamentalismo islámico, mientras que los islamistas del gobierno de Túnez tratan de recortar las libertades logradas tras derrocar a Ben AlÃ.
Se comprende, entonces, el ingenuo asombro de los demócratas occidentales, desde Obama hasta la UE, al ver que la caÃda de las dictaduras árabes no ha traÃdo más democracia a la zona, sino miseria y sufrimiento a sus habitantes. Parece, pues, que islamismo y democracia son términos irreconciliables. Pero no hay que caer en el pesimismo: recordemos que hace menos de 70 años Europa era ese Continente Salvaje que dice Keith Lowe, donde los odios étnicos dejaron millones de muertos. Si hoy dÃa es una de las zonas más pacÃficas del mundo, ¿por qué no pueden serlo los paÃses árabes de aquà a unos años?