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Perenquenicidio – Por Agustín M. González

Llegué tarde a casa, como todas las noches, después de una larga jornada de trabajo. La vivienda estaba vacía, silenciosa y oscura. Mi mujer no había regresado del gimnasio. Mi hija estaba de juerga con sus amigas -era viernes-, y mi hijo seguía en Madrid. Estaba solo y me sentía cansado. Fui directo a la cocina. Me apetecía antes de acostarme un vaso de leche caliente con colacao y un par de magdalenas: mi cena habitual. Enfilé el pasillo a oscuras; me lo conozco de memoria. A medio camino pisé algo blando que me hizo girar el tobillo del pie derecho. Imaginé que era alguna cosa que había dejado tirada la despistada de mi hija. Encendí la luz e hice una inspección general del suelo. En medio del pasillo había algo. Me acerqué. Era una mancha oscura que se movía levemente. Me acerqué más. Entonces lo reconocí: era mi amigo el perenquén, el simpático intruso que desde hace varios meses vive oculto en las estanterías de la cocina y que casi todas las noches sale a saludarme cuando llego de trabajar: unas veces me lo encuentro en el vestíbulo, otras en el techo del comedor, otras en la sala. Esta vez nuestro encuentro fue trágico. En la oscuridad no me percaté de su presencia, ni él de la mía, y lo pisé, aunque no lo aplasté del todo. Quedó medio retorcido. Parecía vivo. Movía un poco la cabeza y la cola. El pobre tenía un aspecto cómico: panza arriba, con las patas delanteras cruzadas, la lengua por fuera y los ojos extraviados. Lo dejé espachurrado. Me dio pena. Me sentí culpable. Le había cogido simpatía al bicho. Me quedé un rato observándolo. Parecía mirarme con terror. Seguramente se estaba acordando de mi madre. Pensé rematarlo, para que no sufriera, y tirarlo a la basura. Pero al final lo recogí con la pala y lo saqué al patio. Lo deposité suavemente en uno de los macetones. Apagué la luz y me fui a acostar. Me costó conciliar el sueño. A la mañana siguiente, desde que desperté me dirigí al patio a comprobar el estado del animal accidentado. Ni rastro del perenquén. Buena señal. Días después mi mujer lo vio rondando las macetas. Confirmado: había sobrevivido. Ahora, cada noche cuando llego a casa enciendo todas las luces. Pero creo que está enfadado conmigo porque ya no viene a saludarme. Es comprensible.