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El portero – Por Domingo-Luis Hernández

   

El escritor austriaco Peter Handke, para hacer la metáfora de la situación del hombre en el mundo de ahora, se valió de la figura del portero de fútbol. Y escribió una de las novelas más sorprendentes e importantes de la narrativa europea de los últimos decenios: El miedo del portero al penalti. Cuenta ahí Hadke que un buen día Josef Bloch, que había sido portero de fútbol, fue expulsado de su trabajo. Sin que él interpretara el porqué, la suficiencia se desvaneció. Pidió ayuda a su exmujer y gozó del menoscabo. Descentrado, con tiempo para malgastar, fue al cine, enamoró a la taquillera y cuando ella le sugirió vivir en pareja, él se negó a repetirse y la mató. Huye, se encamina hacia la frontera con alambradas que dividió en dos partes a Europa. Antes de cruzar observa una escena conocida: un árbitro pitó un penalti. Y lo vio: el portero solo ante la pena máxima.

A pocos les gusta jugar de portero. Y los dadores del Balón de Oro no privilegian a esa parte del equipo. Como mucho, y de tanto en tanto, un defensa…, pero al portero no. Sin embargo el portero encarna la trama de la que se sirvió Handke: el equipo gana si marca más goles, la puerta a cero frente a los enemigos, él solo debajo de los palos que son su sombra.
Y ocurrió que un buen día, por mor de un buen entrenador (dicen que dicen los resultados) pero un mal profesional y una peor persona, el mejor portero del mundo, ese por el que la metáfora dicha cobra todos los sentidos, hubo de calentar banquillo. Lo que registra esa artimaña (no exenta de subterfugios) es que el conocimiento cabal se desploma y la figura vista se hace pedazos. El portero, en ese caso, no es ya el emblema, la metáfora que explica palmariamente lo que le ocurrió a Josef Bloch. La perversión de este pútrido mundo, escribiría Handke contrariado, tiene otro protagonista: el entrenador. La novela sería otra: probar quien es el amo y el patrón y que en semejante enjundia ideológica solo caben los incondicionales. En esa posición abyecta no cupo Íker Casillas. Luego, se ganó el castigo con la peor de las inquinas: el daño profesional. Supusimos que cerrada esa historia sin una palabra de más ni una palabra de menos por el portero, que para eso está, es decir, sin que sacara un revólver y se llevara por delante al dicho entrenador o argumentara una masacre a la salida de un cine, que es lo que ocurre en la ficción, se volvería a la normalidad, el portero a su lugar. Pues no, el tal Ancelotti persiste. Porque le gustan los porteros grandes, como su mujer, y porque él no puede ser menos valiente que quien lo precedió. Signo supremo de la canallesca y de la cobardía: otra lección para los que dirige, o lo que es lo mismo: si la consecuencia tiene precio el cinismo y la abyección no.

Así pues, el mejor portero del mundo parece tener los días contados en el club de su vida. Habrá homenaje (tarde, como le ocurrió a Raúl González), y jugará media parte en el Madrid y la otra en el equipo que lo acogió. Ancelotti no llorará, claro, porque no frecuenta la honestidad. Pero eso recordará que el mundo siempre ajusta sus reglas. El portero, como quedó dicho, representa y aunque algunos inicuos, listillos y arrogantes remen para atrás, el tiempo siempre mira hacia adelante. Es decir, la maldición de Casillas renacerá: desde que el tal Mourinho lo sentó en el banquillo, ni un sólo trofeo que mostrar, caro Ancelotti. Y es que la razón es impepinable.