Te supongo al tanto, querido Juan, del sainete político montado en Estados Unidos a cuenta del pulso por el presupuesto y su principal consecuencia hasta la fecha, el cierre del Gobierno federal. Respecto a la prolongación del desatino se ha abierto todo tipo de especulaciones, sin que falten los augures del desastre. Una economía como la estadounidense, que camina dificultosamente hacia la recuperación, ha de sufrir necesariamente un atasco. Y, claro, dado que el miedo es contagioso y atiza por encima de todo a ese ente esquizofrénico llamado mercado financiero, no es descartable que la locura del Tea Party, su obsesión por destruir la reforma sanitaria de Obama, precipite al mundo occidental hacia una nueva recesión por contagio. Son las reglas de una interdependencia que no es buena ni mala, simplemente existe. Un excelente artículo de estos días pasados en The New Republic apuntaba, con humor ciertamente macabro, a la república estadounidense como “la América de Weimar”, en alusión a la catastrófica experiencia de la Alemania de entreguerras, justo aquella, que sacudida por los extremismos a uno y otro lado del espectro político, sucumbió con el triunfo de uno de los dos bandos, liderado por un tipo siniestro de apellido Hitler. ¿Son fascistas los congresistas y senadores del Tea Party? No. Pero son tipos peligrosos a los que es preciso hacer frente. Su sectarismo carece de límite, y su ausencia total de sentido de la responsabilidad, ese matonismo compensatorio de sus complejos, es una lacra para la democracia que mayor influencia ejerce sobre el resto del planeta. Y no es un caso exclusivamente americano. Aquí en Europa nos hemos acostumbrado a considerar que los nuevos xenófobos forman parte del paisaje, no ya solo en la Grecia de la crisis extrema, sino en el corazón de aquellos Estados que un día miramos como faros de la convivencia; en el país de Maquiavelo, donde nació Voltaire. Hay motivos sobrados de alarma.