Hubo un tiempo no muy lejano en que era habitual ver a los trabajadores con las fiambreras para arriba y para abajo. Dentro iba el producto elaborado del esfuerzo sostenido de las madres que hacÃan la comida a fuego lento para que sus maridos (los únicos que trabajaban fuera de casa) comieran decentemente. Era comida de caldero y no de hoya, pues esta no habÃa hecho su aparición en Canarias. Las fiambreras se tapaban con un pañito limpÃsimo para mantener el calor. Entonces, cuando sonaba la sirena, los trabajadores se sentaban a la sombra y abrÃan su bolso de aros olÃmpicos o con alguna marca de cigarros (Condal, Krugër) y se mandaban el potaje o la carne con papas. Lo que hubiera. Eran tiempos de escasez, pero no solo de eso, eran tiempos de pocas boberÃas, de poco estrés, no existÃa la comida rápida y el tiempo transcurrÃa plácido y eterno. Aquellas fiambreras de metal (aluminio) con trancas de presión aparatosa eran la expresión simbólica culinaria de la clase obrera que, solo de vez en cuando, se echaba un enyesque fuera de su casa. Con el tiempo, alterado, la proliferación de bares y comida rápida colocó a las fiambreras al borde de su extinción e inutilidad social incluso con el repunte modernizador que supusieron las reuniones de Tupperware. Pero qué va, ni a la playa llegaron. Desaparecieron. Hasta que llegaron los chinos y el mundo se llenó de nuevo de fiambreras de bajo coste y dudosa eficacia.
Su plástico barato abarrota nuestros roperillos de la cocina y sirven hasta para darle de beber al perro. En cualquier lugar, incluso en los guachinches, la gente se lleva lo que sobra para su casa, y te dan una fiambrerilla de esas o parecidas. Los universitarios terminan su clase, se apalancan por ahà y sacan su fiambrera china para comer. Cada vez hay más gente que recurre a traerse o a llevarse la comida para casa. Se acabaron las boberÃas, y cada vez que abres la fiambrera el dinosaurio todavÃa está ahÃ.