Vivimos una enorme contradicción. Por una parte, nos aterra que ese Gran Hermano que vaticinó Georges Orwell en 1984 espÃe todos nuestros movimientos. Por otra, nosotros mismos desvelamos en Facebook y otras redes sociales lo más ignominioso de nuestra personalidad.
Novelas, pelÃculas y series de televisión nos cuentan que poderosos programas cibernéticos escrutan lo que se dice en todo el mundo y que, en consecuencia, estamos en manos de organizaciones secretas que hacen con nosotros lo que quieren.
Ya, ya. Si tal poder de conocimiento y anticipación existiese de veras, se preverÃa la comisión de crÃmenes y atentados terroristas, como en la ficción de Minority Report, filmada por Steven Spielberg. Pero ni de coña: los crÃmenes siguen, y el terrorismo, también.
Lo más fuerte que se ha desvelado de ese tipo de indagaciones lo ha hecho Julian Assange, por medio de Wikileaks. Sus revelaciones no son, en el fondo, más que chismorreos diplomáticos, ambiguos e imprecisos, en el que los embajadores norteamericanos no hacen más que hablar mal de sus vecinos. Vamos, como sucede en cualquier comunidad de propietarios.
Lo que de verdad existe es la vÃdeo vigilancia, eso que nos pone de los nervios pero que luego sirve para descubrir las contradicciones de Rosario Porto y Alfonso Basterra en el homicidio de su hija Asunta o las mentiras de José Bretón cuando asesinó a sus hijos.
O sea, que no es para tener tanto temor en los paÃses donde existe democracia. Donde no la hay, en cambio, tampoco hace falta una sofisticada tecnologÃa para joder al prójimo. Lo hizo Hitler, por ejemplo, con instrumentos tan básicos y tan antiguos como la tiranÃa, el miedo y la delación.