Por si quedaba alguna duda, la sentencia sobre el conocido como caso Nivaria -que se refiere a Philip García Zoch, el adolescente de 16 años que se quitó la vida en el centro para menores sujetos a medidas judiciales Nivaria, sito en La Esperanza, el 12 de noviembre de 2004- viene a ratificar las aberraciones en que incurrieron las autoridades canarias de aquel tiempo al permitir lo que el Tribunal Supremo considera como “cotas groseras de degradación en el servicio” público que prestaba ese centro. A estas alturas, lo de menos es la ratificación de la sentencia dictada en su día por la Audiencia Provincial, que sigue pareciendo benévola dada la gravedad de los hechos atribuidos a dos vigilantes y una educadora; lo importante son los argumentos que esgrimen los juzgadores y los hechos que se declaran probados, entre otros que “personal inexperto y sin formación ejercía su labor con múltiples irregularidades”. Hasta tal punto es así, que el alto tribunal entiende que en el centro Nivaria se daba “una situación caótica deplorable”, en la que pudieron constatarse castigos corporales, amenazas, agresiones, acosos, utilización indebida de grilletes, humillaciones, torturas y otras irregularidad -algunas de las cuales padeció Phillip- por parte de un “personal inexperto y sin formación” en su mayoría. La propia Guardia Civil, llamada para realizar la investigación de los hechos, hizo constar que en el centro observó incidencias notables, entre otras la posible manipulación de las cámaras de vigilancia y la distribución de estupefacientes a los internos incluso en la zona de aislamiento. Se ha podido acreditar que la mayoría de los vigilantes de la empresa de seguridad contratada por el centro carecían de la necesaria acreditación del Ministerio del Interior e, incluso, alguno de ellos tenía antecedentes policiales. Y también que el adolescente muerto nunca denunció los abusos de que fue objeto y ni siquiera se los trasladó a sus padres, que le visitaban semanalmente tras ceder su tutela a la Dirección General del Menor y la Familia, ante los incidentes de violencia que protagonizaba el chico y su incapacidad para atender los trastornos de conducta que padecía, debido a su hiperactividad. Sorprende que ningún responsable político, ni tampoco de la empresa de vigilancia, cargue con pena alguna y que solo se atribuya al Gobierno de Canarias la responsabilidad civil subsidiaria sobre los 60.000 euros que los tres culpables de torturas deberán entregar a los padres de Philip. ¿Dónde estaba la labor de vigilancia y control de las actividades del centro? ¿Acaso las autoridades pueden desentenderse de la gestión aunque esta sea cedida a un tercero?