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Sherlock y Watson – Por Irma Cervino

Un trozo de papel con una dirección manuscrita nos puso sobre la pista de la Padilla, tras su repentina desaparición días atrás. Carmela encontró la prueba, por casualidad, en una de las ranuras del ascensor, mientras subía con el cubo de agua a limpiar el rellano del ático. No le contamos a nadie nuestro descubrimiento, ni siquiera al agente de la policía científica que dejaron como retén toda la semana en el edificio para vigilar de cerca cualquier movimiento que pudiera alertarle sobre el secuestrador.

Lo primero que pensé cuando Carmela me entregó aquel papel arrugado fue que debía ser de cualquier otro vecino y que no tendría nada que ver con el caso pero ella me insistió en que aquella letra era de la Padilla. “No tengo ninguna duda. Durante meses me estuvo pagando en negro y esa letra tan retorcida es la suya”, me repitió, gritándome en forma de susurro para que nadie nos oyera. Con la ayuda de Google Maps buscamos la dirección que ponía el maldito papel y quedamos a las cuatro en punto en el portal para ir a buscarla. A esa hora, el poli suele subir a la azotea a fumarse un cigarro con Mejuto que, por cierto, en breve regresará con sus vecinos al edificio de enfrente. Las catas han confirmado que no hay riesgo de desprendimiento.

Como la dirección que indicaba el papel estaba algo lejos le pedimos a Bernardo si nos podía llevar en su taxi, sin contarle de qué se trataba. “Es que quiero comprar unos guantes especiales para evitar que la lejía me queme y me han dicho que en esa calle hay un local exclusivo que los vende”, le mintió Carmela. “Son buenísimos”, insistió y le di un codazo para que lo dejara porque Bernardo no es tonto y creo que en ese instante se dio cuenta de que tramábamos algo.

En diez minutos llegamos a la dirección que decía el papel. Era una casa terrera, vieja pero bien cuidada. Le pedimos a Bernardo que nos esperara fuera y entramos con cuidado. La puerta estaba abierta, cruzamos un salón y llegamos a otra puerta. Al abrirla, encontramos a la Padilla en postura de meditación zen, junto a un señor que debía ser un maestro. “¿Pero qué hacen ustedes aquí?”, nos dijo al vernos, aunque lo hizo en un tono extrañamente relajado, arrullado por las notas suaves de un cd de música chill out. 
Le contamos que todos los vecinos estábamos preocupados por su desaparición y temíamos que la hubieran secuestrado. La Padilla y su maestro zen se echaron a reír y cuando se calmaron nos contó que simplemente se había tomado unos días de descanso, harta de tanta tontería en el edificio.   

Nunca pensé que me alegrara tanto de ver a la Padilla; allí estaba, vivita y coleando. Pero todo se volvió a liar cuando Bernardo que se montó su propia historia entró a la fuerza, acompañado por el agente de policía científica que nos apuntó con el arma mientras el taxista gritaba: “Ellas son las secuestradoras”. En fin.

@IrmaCervino