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Escalar un árbol – Por Carmelo J. Pérez

   

Esto de las conversiones fulminantes es un tema que me mosquea mucho. Pasar de la noche a la mañana de la nada al todo no es acorde a la naturaleza humana. No digo yo que no existan quienes en un suspiro tomen conciencia de la grandeza de Dios y se rindan ante ella, pero hasta el caso de San Pablo y su caída del caballo me parece a mí la forma simbólica de relatar el punto final de un montón de puntos y seguido anteriores: pausas para respirar en las que el aire fresco de la verdad se iba colando misteriosamente en la vida del individuo. El Evangelio nos habla hoy de la súbita conversión de Zaqueo, el jefe de publicanos de Jericó. Y nos da pistas, opino, para interpretar que este que amanece a la fe tras una invitación de Jesucristo llevaba tiempo deseando levantarse de su postración, de sus oscuridades.

Era de baja estatura, dice el texto. Tenía que subirse a los árboles para ver lo que pasaba, relata. La última higuera que hubo de escalar fue el peldaño para divisar al Señor. Y allí confluyeron el resto de sus ascensos, de sus esfuerzos por ver, por enterarse de lo que en realidad sucedía en el mundo y en su yo interior.

El encuentro de Zaqueo con la verdad de Dios fue, opino, el resultado final de muchas noches en vela y muchos días inquietos en los que acarició la cumbre a la que aspiraba subir, improvisada higuera desde la que caer -como el apóstol desde su montura- sobre el suelo, verdadero lugar de la intimidad con Dios. Para eso existe la Iglesia: para levantarnos, de baja estatura todos, y enseñarnos a ver qué es lo que de verdad ocurre por ahí afuera y dentro de nuestra piel. La tarea de la Iglesia es aupar al que no llega, promocionar al que se siente poca cosa, devolver la confianza al que suspira por un mañana que no acaba de despuntar. El objetivo de los creyentes no puede ser otro que enseñar a los hombres a subirse a la higuera desde la que contemplar el paso del Señor.

No hay tiempo que perder. No se puede perder el tiempo en entretenimientos varios, como si en lugar de una tienda para el encuentro fuésemos un museo para el recuerdo. No hay tiempo para añorar telas encubridoras, sahumerios estériles e interminables homenajes. El tiempo es para vivirlo, para experimentar con él nuevas y audaces formas de anunciar a Jesucristo. Es preciso talar los árboles que no conducen a ninguna parte y abonar aquellos que huelen a evangelio. Es tiempo de cuidar las higueras que los hombres han elegido para otear el horizonte a la búsqueda de la felicidad. Para adornar aquellos viejos robles que solo exhiben su propia grandeza ya habrá tiempo. O quizá no.