Apenas el 6,7% de los canarios, uno de cada diecisiete, se manifiesta partidario de la independencia de Canarias. Esa es la principal conclusión de un sondeo de la consultora Hamalgama del que ya se adelantaron ayer y antesdeayer algunos datos preelectorales. El porcentaje de isleños partidarios de romper con España suma menos de la mitad que el de quienes quieren que se produzca una reducción de las competencias de la AutonomÃa, es decir, una mayor recentralización del Estado. Y es tres veces menor de quienes consideran que la AutonomÃa debe seguir avanzando. Y diez veces inferior a la de esa amplÃsima mayorÃa, superior a la mitad de los encuestados, que creen que lo que hay que hacer es dejar las cosas como están, como en el terrible chiste del tullido y la Virgen de Lourdes.
El sondeo deberÃa servir para frenar en seco el discurso recurrente de quienes -desde posiciones independentistas- reclaman para su proyecto de ruptura con España el apoyo mayoritario de los ciudadanos de Canarias, y cuando no lo obtienen hablan desde sus púlpitos impresos de una población narcotizada o aterrorizada por el poder colonial. Tal cambio de discurso no se va a producir: el independentismo de papel tiene sin duda los dÃas contados, pero esa es otra historia, que tiene más que ver con la biologÃa o con los efectos perversos de la crisis económica sobre el negocio periodÃstico. Pero menos anecdótico y folclórico (malgré lui) que ese independentismo encÃclico y cotidiano, es el recurso al desafecto popular hacia el Estado, un extraño juego de palabras al que se recurre últimamente en el epistolario presidencial, mientras el señor Rivero -curiosa forma de entender el equilibrio- acude a las celebraciones constitucionales en Madrid a rendir taconazo… Porque, al contrario de lo que sueñan los radicales, ocurre que las sociedades en crisis -y Canarias lo es, y de qué modo- no son amigas de experimentos. Más bien tienden a aferrarse a lo conocido.
En Canarias el desafecto hacia la polÃtica y los polÃticos es tan real como en cualquier otro lugar de España, y no se manifiesta como un rechazo del Estado, sino -igual que sucede en Cuenca- como un creciente desprecio a quienes gobiernan y a los que -sin gobernar- viven al amparo de la polÃtica y sus canonjÃas. El problema del desafecto ciudadano en las Islas tiene poco que ver con España, y -a mi juicio- es aún más peligroso que ese inexistente rechazo a la unidad del paÃs. El desafecto que avanza con rapidez -aquà y en Cuenca- tiene que ver con los polÃticos, y por desgracia, también con la polÃtica y la democracia.