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El cadáver Hollande – Por Juan Manuel Bethencourt

   

El presidente de Francia, François Hollande, perpetró el pasado jueves un golpe definitivo contra su propia autoridad como gobernante. No crean que esta sentencia, que puede parecer categórica, tiene que ver con las recientes revelaciones sobre su vida privada. Este hecho va a generar un ruido tremendo y, guste o no, con razones o sin ellas, provocará un daño nada desdeñable sobre su imagen pública. No se puede definir como inocuo el océano de insidias que derramará el papel cuché sobre los vomitorios de Internet. Pero esta clase de tsunamis mediáticos duran poco tiempo en términos políticos, pues son, también, víctimas del ciclo continuo de noticias, cuya voracidad admite pocas excepciones. Por el contrario, cuando un gobernante altera de forma radical su propio relato las consecuencias suelen ser catastróficas. El ejemplo más llamativo lo tenemos en casa, en España en mayo de 2010, cuando, con una semana de diferencia, José Luis Rodríguez Zapatero pasó de la respuesta social a la crisis a los recortes presentados como hecho poco menos que inevitable, y todo por las imposiciones de Bruselas y la dictadura de la prima de riesgo. Zapatero, quizá no un buen presidente pero un político de astucia indudable, debió ser consciente de las consecuencias que sobre su figura se derivaban por tan radical viraje. De hecho, y en un ardid finalmente inútil para el PSOE, quiso escenificar su propia autoinmolación política, al afirmar que tomaría decisiones impopulares, que el PP aprovechó a la perfección, “me cueste lo que me cueste”. Es lo mismo que acaba de hacer Hollande, en medio de la marejada sobre su último amorío. El hombre que ganó la presidencia de Francia en 2012 aludiendo a la existencia de un “modelo alternativo” al dictado desde Alemania por la canciller Merkel, dobla la rodilla demasiado pronto y asume un giro de su política económica que es en sí mismo un reconocimiento de fracaso. Los políticos europeos de izquierda, inspirados en el contorsionista Tony Blair, han debido concluir que el mejor modo de domar al tigre es subirse a él. En este caso, el tigre es la ola neoconservadora que representa la ultraderechista Marine Le Pen. Quizá por ello ahora Francia tiene un gobierno socialista que expulsa a gitanos europeos, en la creencia de que aplicar la receta del adversario es un buen camino para la supervivencia. Los progresistas del país vecino terminarán por añorar a Sarkozy, que medita su retorno a la arena política. En ese momento ya casi nadie se interesará por la vida personal de Hollande, un cadáver andante.

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