Admitió delante de todos que era tan frágil como cualquiera, que a él también se le partía el alma cuando veía las sombras del hambre y la necesidad poblando cada esquina de su barrio. Que sí, que sí, que algo tendrían que hacer los que gobernaban, pero que por mucho que lo pensaba no se le ocurría en qué podía ayudar él. “No soy nada, no soy nadie”, repetía exculpándose ante quienes lo miraban reclamándole un mayor compromiso. Pero es que Jonay era así. Había sido así desde siempre. “Y las cosas son como son… qué duda cabe”, se decía a sí mismo cuando ya no quedaba nadie alrededor, precisamente en el momento en que el día enfila las primeras luces artificiales de la noche. Lo más importante era tener la conciencia tranquila: vamos, “dormir a pata suelta”. Pero lo que no le contaba a nadie era que también su conciencia la manipulaba a su antojo por interés. De no ser así, cómo explicar su mirada para otro lado cuando desalojaron a aquella familia con hijos, en su misma calle, solo dos números más allá de su domicilio; o la otra vez que vio con sus propios ojos cómo gritaban a la puerta de un banco una pareja de abuelos estafados con las preferentes, a los que un par de policías jóvenes, sin edad aún para entender el sufrimiento y la vergüenza del engaño, los despejaban de las miradas ciudadanas agarrándolos de los brazos; eso sí, con toda la suavidad que la ley aconseja para estos casos. Pero Jonay seguía a lo suyo, pensando que hay que gente que está como está porque no le pone empeño para salir de esa situación. “Yo conozco muchos casos que…”, era su remate favorito en el bar, cuando precisamente lo escuchan los que siguen lunes tras lunes al sol, consumiéndose en sus miserias y temores de no volver a trabajar más. Eso sí, de cuando en cuando invitaba a una rondita (“y no veas cómo se agradece”, confiesa Fermín). Ayer, la empresa le entregó la carta de despido. Y qué íbamos a hacer, discutimos sus amigos de toda la vida, los del barrio. No nos ha quedado más remedio que acoger sus llantos en nuestro seno, darle un par de servilletas de papel para que se seque esas lágrimas y apuntarlo en la porra de un euro de la Primitiva de los sábados, que se paga siempre más. Él, que se pensaba a tanta distancia de todos nosotros, resulta que sólo estaba a un mes o dos de que la vida y los “mercados” volvieran a darle, como a todos los que estamos en paro, un par de buenas bofetadas. ¡A ver si espabilamos, carajo!