Han pasado tantas cosas estas navidades que cada vez tengo más claro que lo de mi edificio no es normal. Lo último que les conté fue la cara que se nos quedó a todos los vecinos cuando el encargado de instalar el nuevo ascensor por fin lo abrió, después de que la Padilla y Úrsula montaran un lío tremendo con policía de por medio. No era para menos tras varias semanas sufriendo tráfico intenso en la escalera así que, cuando el señor de la empresa abrió la puerta del aparato, ninguno de nosotros podía creer lo que había allí dentro: moqueta, espejos por todos lados, lámpara de cristal de Swarovski, pulsadores que parecían diamantes, dos sillones de terciopelo, un minibar con toda clase de bebidas y música de cine. Obviamente, la Padilla levantó el brazo y la voz para decir que ella, como presidenta de la comunidad, tenía que inspeccionar aquella maravilla antes de que se pusiera en uso. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que había que sacar uno de los dos sillones si queríamos que aquel ascensor fuera útil. Enseguida Carmela se hizo cargo de él. Hoy día, no sabemos a dónde fue a parar. El sillón, digo. Durante la primera hora después de aquel asombroso descubrimiento, la Padilla y su hijo Tito no pararon de subir y bajar, disfrutando de tanta ostentación y comodidad. Esa misma noche, Úrsula llamó a Terencio, su hermano, para pedirle explicaciones pues según nos confirmó el señor del ascensor había sido él, desde Venezuela, quien le contrató para instalar aquel artículo de lujo en el edificio. Al parecer -y todo según versión de Carmela que le sonsacó información a Brígida, la otra hermanísima- a Terencio le han ido bien los negocios en el último año y “de alguna forma tenía que blanquear el dinero”. Úrsula le echó en cara que hubiese derrochado el dinero de aquella forma cuando había cosas más importantes como por ejemplo, arreglar la cisterna de su baño. Pero la cosa no acabó ahí. Úrsula, animada por Tito, decidió organizar una fiesta de fin de año en el edificio y presumir de regalo. Juanpe y Chaxi, la pareja del bebé, se ofrecieron a adornar el portal y a contar las uvas y Carmela dijo que por 60 euros más -cinco por cada campanada- se hacía cargo de repartir el cotillón. Mi sorpresa fue que la fiesta no era exclusiva para los vecinos sino para toda la calle así que, minutos antes de las doce del 31, empezó a llegar gente y más gente, hasta que Carmela gritó que ya no cabíamos más y Juanpe le ayudó a cerrar la puerta, lo que causó el enfado de quienes se tuvieron que quedar fuera. Después de las campanadas, la Padilla permitió a los invitados un viajecito de dos pisos en el ascensor, previo pago de siete euros, más la voluntad. Tito se encargó del cobro. A las cuatro y media, Úrsula llamó a la policía y el resto se lo pueden imaginar.