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La inverosímil inopia infantil – Por Juan Hernández Bravo de Laguna

   

Desde los políticos a los periodistas, en España todo el mundo afirma defender la independencia del poder judicial y respetar las decisiones de los jueces, sus sentencias, autos y providencias. Pero nada más lejos de la verdad. La odisea personal del juez José Castro pone las cosas en su sitio y nos revela la auténtica realidad, una sórdida realidad de presiones intolerables e intentos de doblegar su voluntad y su criterio. Porque la auténtica independencia del tercer poder del Estado no radica en los jueces estrella y los magistrados mediáticos, que hacen política y se promocionan personalmente defendiendo redes complejas de intereses inconfesables o ejecutando las instrucciones del partido de turno.

La independencia judicial no descansa tampoco en un Consejo General producto de las cuotas partidistas y en donde lo importante no es la competencia profesional, sino la fidelidad al partido que ha nombrado a cada uno. La independencia judicial no depende de unas asociaciones judiciales ideologizadas que funcionan con lógica de partidos vergonzantes. La auténtica independencia judicial la representa este juez, un íntegro y modesto juez de provincias, como se decía antes, empeñado en hacer su trabajo -hacer justicia- en contra de los poderes constituidos.

No nos engañemos, el juez Castro representa y defiende la división de poderes del Estado de derecho. En contra tiene al Ministerio Fiscal y al Fiscal General del Estado, que reciben instrucciones del Gobierno (en Estados Unidos el ministro de Justicia es precisamente el Fiscal General), al igual que las recibe la Abogacía del Estado. Y qué decir del Ministerio de Hacienda y la Agencia Tributaria, del Gobierno y de la Casa Real. Hemos de reconocer que este juez representa y defiende la división de poderes con una inmensa dignidad y una inquebrantable firmeza, en unas condiciones extremas que no todos los jueces resistirían. Porque a José Castro le ha tocado, nada más y nada menos, que imputar dos veces a la Infanta Cristina.

La primera vez que el juez Castro imputó a la Infanta, en el pasado mes de abril, lo hizo por tráfico de influencias, al entender que pudo consentir que su pertenencia a la Familia Real se utilizara por Urdangarin y su socio, Diego Torres, en las actividades presuntamente ilegales del Instituto Nóos. Aquella imputación fue revocada un mes después por la Audiencia de Palma, que estimó por dos votos a uno un insólito -por desacostumbrado- recurso del Ministerio Fiscal. Si no se hubiera conseguido que la Audiencia desimputara a doña Cristina, es muy probable que el caso no hubiese alcanzado sus actuales niveles de virulencia. Al tratar de desacreditar al juez Castro, el resultado ha sido su segundo auto de imputación de la Infanta, un auto de lectura demoledora y apabullante. Si en su primer auto de imputación, Castro utilizó una quincena de folios para motivar su decisión, en lo que parecía una precaución excesiva si consideramos lo que es habitual en estas decisiones judiciales, ahora ha empleado la asombrosa cantidad de 227. Y no olvidemos que cualquier juez puede imputar a un ciudadano corriente con menos de medio folio. A lo largo de estas páginas, el juez hace un relato pormenorizado de todas las irregularidades detectadas en el caso Nóos que podrían tener relación directa con Doña Cristina.

El único reparo que cabría hacerle es que este prolijo segundo auto institucionaliza lo que sería posible denominar las imputaciones especialmente cuidadosas -imputaciones de primera- frente a las imputaciones que no lo son -imputaciones de segunda-. De paso, queda desmontado el increíble argumento de la defensa de la Infanta, en el sentido de que ha sido imputada por ser quien es.

La Audiencia de Palma dejó abierta al juez Castro la alternativa de investigar a la Infanta por presunto delito fiscal y de blanqueo. Y esos son, justamente, los dos supuestos que ahora invoca el juez para imputarla. Pero esta vez, para combatir un recurso de apelación basado, como el anterior, en la ignorancia de doña Cristina sobre lo que acontecía en torno a Nóos, el juez apela al artículo 122 del Código Penal, que obliga a restituir el lucro procedente de un delito aunque la persona beneficiada desconociera el origen ilícito del mismo. Eso, en palabras de Castro, “constituye un refuerzo añadido a la necesidad de citar a doña Cristina”.

Este feo asunto ha puesto de manifiesto el fracaso de una estrategia procesal que, pretendiendo blindar la imagen de la Monarquía y defender a la Institución, la ha comprometido gravemente y ha involucrado incluso a personas como la Reina, abucheada en sus últimas apariciones públicas.

Por si fuera poco, y a pesar de los esfuerzos por ocultarlo, la Pascua Militar ha revelado el importante deterioro físico que está sufriendo el Rey. La Casa Real, el Gobierno y el Ministerio Fiscal deberían reflexionar al respecto. Sin olvidar a los medios de comunicación, incluyendo los medios amarillos y los rosas. La estrategia, además, resulta ofensiva para la propia Infanta, a la que se presenta como mentalmente incapaz de darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor, en una inverosímil inopia infantil, que no sería de recibo si la Justicia fuese, de verdad, igual para todos.