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El juez de menores – Por Juan Manuel Bethencourt

   

Emilio Calatayud, que el pasado sábado ofreció una interesante conferencia en el Colegio Cisneros de La Cuesta, es un hombre que cautiva por su afabilidad y verbo directo. En breve conversación antes de iniciar su clase magistral comprobamos incluso que fuimos vecinos, hace treinta años y en el edificio Chapatal de Santa Cruz, cuando el entonces joven magistrado inició en Güímar su andadura con la toga a cuestas. Una vez en acción, el ponente describe su visión sobre un ejercicio, el suyo, de particular complejidad: juez de menores en Granada, lo que se traduce en 17.000 sentencias, entre ellas aquellas que le han proporcionado relevancia, relacionadas con la remisión de penas a través del trabajo comunitario vinculado a la naturaleza del delito cometido por el joven. Si cometes un error, lo tienes que reparar, y a veces el mejor modo de hacerlo, y de aprender además con la experiencia, es situarse ante el espejo del propio colectivo al que de un modo u otro se ha producido un daño. Por eso es bueno hacer horas en un centro de tetrapléjicos, o en un comedor social, o en un centro de inmigrantes, o limpiando playas. Esta clase de resoluciones ejemplarizantes producen mucho revuelo mediático, pero tienen que ver sobre todo con un argumento que el juez repite una y otra vez durante su ponencia: los menores de edad, como cualquier ciudadano, son depositarios de derechos y deberes, legales y cívicos, y además éstos van íntimamente ligados, porque cuando el fiel de la balanza se desplaza hacia uno de los dos lados los problemas resultan inevitables. Emilio Calatayud pone el acento en la necesidad, no la conveniencia, de definir el perfil de los progenitores en la tarea educativa, porque los padres, precisamente porque lo son, no pueden ser colegas de pandilla para sus hijos, so pena, afirma con sorna, “de dejar a sus hijos huérfanos”. Como todo racionalista, el juez insiste en la educación como el único camino posible para remediar los males de un presente inquietante, en el que las adicciones de toda la vida -la lacra del alcohol y las drogas- se ven acompañadas ahora por las actividades emergentes en este mundo turbulento, como los cacharros tecnológicos y las ludopatías por juegos de azar y competiciones deportivas que ahora son contempladas con mentalidad de casino. Calatayud, y ahí me atrevo a discrepar con él, ofrece respuestas deterministas sobre los males de la sociedad española, porque este país, en sus propias palabras, es como es. También puede ser un lugar mucho mejor a poco que cada uno de nosotros se lo proponga en su ámbito de actuación.

Blog de Juan Manuel Bethencourt
@JMBethencourt