X
nombre y apellido>

Manu Leguineche – Por Luis Ortega

   

No resultan fáciles las coincidencias, y mucho menos si se trata de la opinión sobre un colega, en un oficio tan apasionado y frustrante, tan digno y barato, tan contradictorio, en suma. Y, sin embargo, cuantos le conocimos y tratamos tenemos un retrato común y favorable de Manu Leguineche (Gernika, 1941-Madrid, 2014), paladín y epígono de un trabajo a la sombra de los conflictos en cualquier lugar del planeta, corresponsal de irrenunciable y radiante independencia, escritor sabio y humilde, poco dado a las solemnidades verbales y a las ocurrencias y chorradas que pierden (nos pierden) a muchos miembros de este gremio acomplejado, baqueteado siempre y castigado, como ningún otro, en los largos años de vacas flacas y recortes rotundos. Pese a la sospechosa lamentación que unifica las elegías y suaviza los perfiles de los difuntos, incluso a los que, sinceramente, no apreciamos, en el caso del periodista vasco tenemos que reconocer que los unánimes elogios póstumos se corresponden plenamente con las opiniones que suscitó en su vida limpia y animada, en sus crónicas impecables que revelaron el magisterio de la sencillez -el más difícil de todos- y el primero que pierden los tontorrones y farrucos de estas faenas en cuanto se sienten escuchados. Hace apenas unas horas, y sin conocer la gravedad de su estado de salud, hablé de Leguineche con Valentín Díaz, que informó para TVE de las penúltimas guerras, y comentamos el vertiginoso cambio de era que ocurría ante nuestros ojos sin que, por nuestra presbicia, miopía, o soberbia, nos percatáramos de ello. Formado en El Norte de Castilla, cuando lo conducía el inolvidable Miguel Delibes, eligió muy pronto una geografía más amplia y necesaria que el escenario atenazado de la España franquista a la que contó los contrapuestos azares del Tercer Mundo, donde las ilusiones de emergencia de las nuevas naciones se topaban con los continuos intereses postcoloniales, tan crueles como las dominaciones directas. Fue el honesto historiador de países que surgían de la pobreza con la inconsciente alegría de los niños, pero con la alegría y el vigor de estos; el cronista del fin de una época donde el triunfo del liberalismo salvaje amenaza los derechos costosamente conseguidos y a la ilusionada bandera de la democracia se le ven zurcidos, remiendos y apaños. Con todo, sus crónicas tienen mucho de proféticas y las profecías, que siempre se cumplen, pasan por túneles de pausa y oscuridad que, finalmente, salvarán airosas y esperanzadas. Su autonomía, sus opiniones libres y su estilo, que fomentó vocaciones y pulió escrituras ajenas, son su generoso legado.