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Manu – Por Leopoldo Fernández

   

Manu Leguineche era el indiscutible número uno. El jefe de la tribu, como le decían los corresponsales de guerra. Porque era el mejor entre todos. Un referente del periodismo de calidad. El maestro por excelencia. Un ejemplo. Un periodista de leyenda. Hasta en el mus, una de sus grandes debilidades a la hora del ocio, junto a la pasión por su Athletic del alma, era un auténtico experto. Su vida profesional fue apasionante, aventura continuada, pura hazaña de corresponsal volante. Algunas veces, rozó la osadía al arriesgar y jugar con la muerte. Así, hasta que la salud le declaró una guerra que -estaba escrito- perdió, lo mismo que la vista, él que presenció tantas batallas y periodísticamente había cubierto tantos conflictos bélicos en todo el mundo. Lo conocí en el Valladolid provinciano de finales de los sesenta, en El Norte de Castilla -el decano de la la comunidad, en cuya fundación algo tuvo que ver mi abuelo materno-, entonces bajo la batuta de un as del periodismo y de la literatura: Miguel Delibes. Su mano maestra pulió los comienzos de Manu, y los de Paco Umbral, y los de César Alonso de los Ríos y los de tantos colegas que luego dieron lustre a este oficio, hoy un tanto desprestigiado por circunstancias que no hacen al caso. Pero Manu no fue sólo corresponsal de guerra -vivió en primera fila más de una veintena de conflictos a lo largo de su vida-; escribió más de 40 libros, algunos de gran éxito, sobre viajes, guerras y asuntos de lo más variado. Realizó investigaciones históricas memorables, como la de los topos de la guerra civil, y entrevistas antológicas. Sus incursiones en la crónica y el reportaje televisivos dejaron una marca indeleble de estilo y calidad. Fue director riguroso y pasional. Y ganó todos los premios periodísticos de prestigio. También fundó y dirigió varias agencias de noticias, con cuyos servicios contó DIARIO DE AVISOS durante años, como Colpisa, Lid, Cover y Fax Press. Tuve la fortuna de tratarlo personal y profesionalmente durante más de 45 años y sólo puedo hablar de él como de un hermano. Porque Manu era todo bondad, humanidad, fraternidad, sencillez. Y honradez a carta cabal. E independencia, porque no se casaba con nada ni con nadie. Fue, siempre, anfitrión extraordinario, excelente conversador y dicharachero diligente cuando la reunión lo requería. A todos acogía, en su casa y en el trabajo, y todos le respetaban. Cientos de colegas y amigos desfilamos por su residencia madrileña de la avenida Islas Filipinas y, los últimos años, por su retiro alcarreño de Brihuega, donde instaló su morada en una casa de solera, sin por ello renunciar a su vasquismo, asociado siempre a lo español. Descanse en paz este personaje extraordinario, bonachón y querido por todos.