Cuando se trata de un personaje público, la raya que separa lo privado de lo público es muy delgada. Mide lo mismo que la línea que separa lo sublime de lo ridículo. En otros tiempos, antes de los devastadores efectos que las redes sociales han impuesto a la vida y obras del común de los mortales, en el periodismo había norma que marcaba la pauta en los periódicos de calidad. La habían importado de los EE.UU., creo que era uno de los lemas del Post. “Borracho en casa, asunto privado; borracho en el Senado, asunto público”. Se entiende que excluidos los casos de malos tratos (aquí el domicilio suele ser el solar del crimen), todo lo demás, el resto de conductas entre adultos, si afecta a la vida privada es, en principio, asunto suyo. Naturalmente, el escrutinio de la vida de los dirigentes políticos deber ser especialmente riguroso en tanto en cuanto sus decisiones afectan nuestras vidas y sus vidas se financian con cargo a los impuestos que pagamos los ciudadanos. Todo esto viene al hilo de un episodio galante atribuido al presidente de la República Francesa. Un supuesto affaire sentimental ajeno a la convivencia de quien pasaba por ser su pareja oficial. François Hollande, que tiene cuatro hijos con la también dirigente socialista Sególène Royal, parece que es hombre de vida nocturna intensa y en la línea de algunos de sus antecesores en El Elíseo (Pompidou, Mitterrand, Chirac), digamos que prodigaba su energía vital haciendo horas extras fuera del despacho y fuera de la agenda política oficial. En tiempos de Mitterrand la prensa que sabía de la existencia de Mazarine, una hija extraconyugal, durante años no se atrevió a publicar la información. Al final, en las postrimerías de su vida, enfermo ya de cáncer, normalizó la situación. En Francia la vida privada de los presidentes de la República ha sido un tema tabú por obra de dos tipos de censura: la coercitiva y la inducida. Los medios, como, por cierto ha venido ocurriendo en España hasta hace poco, sencillamente no se atrevían a publicar este tipo de noticias. Los tiempos han cambiado. En Francia la polémica ha saltado a los medios y algunos censuran la conducta de Hollande no por el lado de la moral sino por un aspecto colateral del asunto: la seguridad. La ecuación que da pie a la crítica es muy simple: si pudo localizarle un fotógrafo apostado en un piso frente al apartamento en el que mantenía supuestos encuentros galantes, también podía haber sido un francotirador. Un terrorista. La seguridad del jefe del Estado ha quedo en entredicho y, de paso, han hecho el ridículo quienes cobran por protegerle. Ése es el cabreo de fondo que estuvo a punto de propiciar el que habría sido un gran error por parte de Manuel Valls, ministro del Interior: intentar censurar la noticia. Afortunadamente, no ha sido así. Francia sigue siendo una democracia.