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ASCENSO A ARUNACHALA > Shay Moran

Últimas cenizas de Suren – Por Shay Moran

   

Mi amigo Suren falleció en Nepal, en abril del pasado año. Una parte de sus cenizas se guardó para llevarlas a Thiruvannamalai y esparcirlas en la montaña india favorita de Suren: Arunachala. La sagrada montaña de Shiva. Suren tenía una conexión especial con ella.

Sundaram, su vecina más cercana, las traía ese lunes. Yo me encontraba allí en ese momento. Cuando bajó del autobús, nos tropezamos de improviso. Me explicó que Miguel Santos, su amigo de Canarias, iba a subir a la montaña para depositarlas en la cima. Era el momento perfecto que nos permitía cumplir los designios, para que yo pudiera participar también en la ceremonia de ofrecer las cenizas al viento.

De hecho, hace unos meses, cuando Jill, la madre de Suren, estaba limpiando el apartamento de su hijo recién fallecido, me escribió para preguntarme si quería conservar algo de él. Inmediatamente pensé en la foto de Arunachala que él tenía colgada en la pared de su habitación. Jill dijo que iba a mandármela por Sundaram. Así que se produjo una poco habitual sincronicidad para que la fotografía de la venerada montaña sagrada llegara hasta mí, por medio de ella, también en aquel momento.

Todo está conectado, si tenemos ojos para verlo. “Quien tenga oídos para oír, que oiga”. (Mateo, 13:19)
Miguel y yo empezamos nuestra peregrinación a las seis de la mañana, con el cielo aún oscuro. La primera luz del día asomaba por el Oriente a medida que dábamos nuestros primeros pasos en las faldas de la montaña. No llevábamos mucho camino andado, cuando un extranjero de mediana edad, increíblemente en forma, nos alcanzó pasando por delante de nosotros como un rayo, al tiempo que nos dio un veloz buenos días, antes de desaparecer en la penumbra por el sendero serpenteante del bosque. Por alguna razón, tuve un repentino destello en la memoria de cómo sonaba la risa de Suren. No sé de qué forma pude escuchar su hermosa y casi incontrolable risa a través del bosque mientras Miguel y yo caminábamos juntos en total silencio. Superada la mitad del recorrido, solo nos podríamos encontrar con una persona: el mismísimo veterano en plena forma que nos había adelantado bien temprano, al comienzo del sendero. Ya había coronado la cima y regresaba raudo en su descenso.

“¿Hace usted esto todos los días?” -le preguntó Miguel, irónicamente- . Se echó a reír divertido y respondió: “Yo no hago otra cosa a diario que comer y dormir. Cada día es diferente”. -añadió-

Luego nos preguntó de dónde éramos y nos aclaró que él era de Finlandia. Sonreí para mis adentros, porque lo percibí como un mensaje. Ya me había pasado anteriormente con ese mismo gentilicio. Cuando algo importante estaba llegando a su fin, no sé por qué, me llegaba a veces alguna persona finlandesa. Lo tomaba con sentido del humor. Así que, el viaje final de las cenizas de Suren a Arunachala también estaba marcado como el día adecuado para que llegara hasta mí un nuevo “finlandés”. Para que la señal fuera clara, el mensaje lo traía probablemente, el hombre más fuerte de Europa.

Hicimos cumbre a las ocho de la mañana. Fue una escena de otro mundo. La cima estaba carbonizada y negra después de la celebración del Karthigai Deepam. En esa efemérides anual suben al pico de la montaña una gigantesca vasija de mantequilla liquada (ghee) a la que se le prende fuego con estopa, como símbolo y faro de luz para el mundo.
Las secuelas calcinadas de la llama sagrada nos recibieron a nuestra llegada. Algunas personas que también habían alcanzado la cúspide, deambulan por la meseta final de la montaña en silencio. Otros permanecían sentados meditando serenamente. Allí mismo encontramos un plato de barro, viejo y roto en el suelo. Lo recogimos pensando usarlo como recipiente improvisado para las cenizas de Suren. Por lo perecedero, nos pareció muy apropiado para la ocasión. Qué otra cosa son estos cuerpos que ocupamos tan efímeramente sino simples cuencos de barro. Los utilizamos por un tiempo breve y luego se desmoronan convirtiéndose de nuevo en arcilla.

Nos preguntábamos cómo íbamos a esparcir las cenizas con tanta gente alrededor. Pero en el momento en que estuvimos listos para empezar, como si de una orden se tratara, todas y cada una de las personas allí congregadas, se levantaron y se fueron. De nuevo parecía que todo estaba cuidado al detalle.

La cúspide estaba señalada con un pequeño trishul de Shiva: el tridente destructor del ego. La escena me recordó a una impactante camiseta, negra y oro, que Suren había diseñado, con la cabeza del león de Durga por la parte delantera y el trishul blasonando la parte posterior.

Estoy seguro que a él le gustó la escena de sus últimas cenizas yacentes en un plato roto de barro, depositadas en la base del tridente de Shiva, que corona la montaña de Arunachala.

Era el momento para el gozo y el desapego. Pude haber tratado de entonar un desafinado Om Namah Shivaya o un Nos vemos, Suren cuando depositamos las cenizas en ese humilde especie de altar. ¿Qué podría significar acaso un “nos vemos”? ¿A dónde podría ir nadie alguna vez? Una pequeña parte de nosotros llega en forma de cuenco de barro temporal, al que llamamos cuerpo humano, y se apaga en otro recipiente de barro como un residuo de cenizas; como un plato roto. La esencia de nosotros nunca llega ni se va a ninguna parte. Existe por siempre.

Miguel hizo una observación sobre el escenario perfecto de la impermanencia en aquel altar a Shiva; un tridente oxidado sembrado entre rocas quemadas, rodeado de trozos rotos de arcilla y uno de ellos con cenizas de Suren. Incluso las flores que adornaban el trishul de Shiva estaban marchitas y marrones… todo sólo existente en su ir y venir, todo está en su lugar perfecto en la atmósfera eterna de la cima de Arunachala.

*Traducido por Miguel González Santos