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Panameños o suizos – Por Juan Manuel Bethencourt

   

Mucho se ha escrito en las semanas precedentes sobre el impacto que el conflicto de Sacyr en el Canal de Panamá puede suponer para la imagen de la gran empresa española en Latinoamérica. La cosa no pinta bien, dicen. Desde luego, la condición icónica de esta infraestructura, una especie de gloria nacional panameña recuperada de las garras de Estados Unidos, permite afirmar que no se podía elegir peor escenario para el encontronazo entre una gran compañía española y un gobierno iberoamericano. La repercusión es máxima y los intereses contrapuestos afectan a terceros. A la expectativa están los ganadores a río revuelto, como lo estuvieron a raíz de la colisión de intereses entre el Gobierno de Argentina y la multinacional petrolera Repsol a cuenta de la expropiación de YPF. Hay que andarse con ojo con la imagen que el capitalismo español transmite cuando sale de compras. O de ventas. El profético Roberto Mangabeira Unger, sin duda el pensador latinoamericano más lúcido del momento, dejó escrito esto en 2006: “En muchos países latinoamericanos de hoy, las empresas españolas son vistas con desconfianza. Estas compañías se caracterizan por una falta de compromiso con los países que las acogen, manifiestan una falta de esfuerzo para hacer más densos los vínculos con las economías locales y transferir tecnologías y conocimientos. Es una actitud que se reduce a entrar, ganar dinero y mandar el dinero de vuelta. La disposición de los países latinoamericanos para tolerar este mercantilismo miope de las empresas españolas está disminuyendo rápidamente”. El jurista brasileño nos advierte sobre algo que ahora se pone de manifiesto: lo que hace Sacyr en Panamá, su recurso a ese habitual argumento de gran empresa constructora, la puja a la baja para ganar el contrato y luego ir revisando sobre la marcha, por la vía de los hechos, revela un modo de conducta muy propio del sector constructor pero que a veces funciona y a veces no. Básicamente depende de la firmeza del interlocutor que está al otro lado de la mesa. Las empresas suelen confiar en el método porque juegan con la ansiedad de sus interlocutores: hay plazos que cumplir, a veces elecciones que ganar y, como ocurre en el Canal, expectativas económicas monstruosas, de alcance planetario, que quizá justifican el pago del sobreprecio. Esto lo deben decidir los rectores del Canal de Panamá, que por el momento se mantienen en sus trece, ceñidos a un contrato firmado que obliga a ambas partes. Es un poco triste decirlo, pero en este embrollo los panameños parecen suizos y con su conducta firme dejan en muy mal lugar la imagen de la empresa española. Aún estamos a tiempo de reparar el desaguisado.