El ausente – Juan Cruz
Por muchos años Adolfo Suárez fue el gran ausente de la política española, habiendo sido tan importante en ella. Su recuerdo era atraído a nuestra realidad de manera suave y tangencial, como si su ausencia, marcada por una enfermedad terrible, fuera un símbolo del descuido con el que fue alejado, mientras era consciente, de la gloria y del esfuerzo de la política. En él se residencia una metáfora de la mezquindad con que los españoles (y no tan solo) tratamos a aquellos que ya no pueden defender ni su memoria ni su actualidad. De modo que ahí se quedó, cuidado por sus hijos, descuidado por sus deudos. De pronto, es curioso, su muerte lo ha resucitado, y estamos leyendo todos los días panegíricos blancos que contrastan con aquel silencio atronador, y aterrador, con el que fue desterrado al desván de la historia de estos últimos cuarenta años, a los que él, con su audacia y su desparpajo, dio un brillo insólito cuando menos se esperaba. Ya no hay manera de rectificar aquel silencio, querido Juan Manuel; ya sabes que en Tenerife y en las islas tuvo muchos amigos (Lorenzo Dorta, Lorenzo Olarte…) que trabajaron con él y le siguieron cuanto fue posible; un tío mío, mi tío Domingo, fue un fiel seguidor, y era de los que creyeron, antes que ahora, en su santidad; murió antes que él, en el Puerto de la Cruz, mi pueblo, soñando en las cosas que le hizo soñar aquel héroe político suyo. Ahora, cuando se despide a Suárez, me he acordado de estas cosas; hace algunos años estuve hablando largamente con su hijo Adolfo, que me contó (y lo publiqué entonces, y ahora) cómo estaba su padre. Fue para mi un relato conmovedor sobre la soledad y sobre la ausencia. Ahora se ha desvelado el silencio, pero ni entonces ni ahora él sabrá que de vez en cuando incluso los que lo echaron al desván le echaban de menos.
Un héroe de la democracia – Juan Manuel Bethencourt
El silencio, querido Juan, volverá pronto, devorando todo a su paso, incluidas esas referencias elogiosas a Suárez, su recuerdo y su legado. Hasta me parece estar escribiendo estas líneas fuera de fecha, cuando hace apenas una semana desde el óbito del expresidente del Gobierno. Los humanos tenemos una asombrosa capacidad para el autoengaño. Me explico: estoy convencido de la sinceridad de todas las reflexiones sobre la figura de Adolfo Suárez expuestas durante estos días por multitud de líderes políticos de muy diferente e incluso opuesta tendencia. Todos ellos han glosado su audacia, su altura de miras, su capacidad para la seducción del oponente, su apuesta irrenunciable por el consenso, que en aquella tesitura era nada menos que la reconciliación entre esas dos Españas acostumbradas a golpearse durante más de un siglo. Pero por la levedad natural de las palabras, se pueden subrayar las cualidades de un gran líder y actuar cinco minutos más tarde justo en la dirección opuesta. Debemos admitir, y con dolor, que la política española hoy está huérfana de ese sentido de misión que hace posibles los grandes cambios. Y esto no tiene que ver con grandes discursos ni con hermosas palabras, sino con lo que practicamos cada día los que nos dedicamos al servicio público. Aquello en lo que crees lo haces o no, cada cual decide en su ámbito de actuación, sea éste la política, el periodismo, las finanzas, el activismo ciudadano, incluso la vida personal. No hay más. Creo que a Suárez le es aplicable la definición que acuñó Max Weber respecto a esta noble ocupación: “La política significa horadar lenta y profundamente unas tablas duras con pasión y distanciamiento al mismo tiempo. Es completamente cierto, y toda la experiencia histórica lo confirma, que no se conseguirá lo posible si en el mundo no se hubiera recurrido a lo imposible una y otra vez. Pero para poder hacer esto, uno tendrá que ser un líder, y no sólo esto sino también un héroe, en un sentido sobrio de la palabra”. Pues eso.