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Bondad, justicia y verdad – Por Carmelo J. Pérez Hernández

   

A Adolfo Suárez lo mataron 15 cafés y tres paquetes de cigarrillos diarios. Y una dieta saturada de tortillas francesas. Y también lo liquidó una pena negra que rondaba a las mujeres que más quería y que terminó por apoderarse de sus cuerpos, porque de sus almas nunca pudo.

Luego vino todo lo demás. La traición de quienes él había elegido, la persecución de algunos, la incomprensión, el arribismo, la ingratitud. Demasiada muerte toda junta. Por fortuna, la vida tuvo misericordia de él y no le permitió tener conciencia del descrédito que ahora experimenta el edificio que tanto luchó por levantar.

Esto no es una elegía a Suárez, de cuyo interior no sé nada. Pero sí es cierto que viéndole y oyéndole he llegado a la conclusión de que el primer presidente de la democracia es de una raza de políticos en vías de desfallecimiento.

Se puede estar en desacuerdo con él en muchos sentidos, pero su autoridad no proviene del insulto gratuito, del y tú más, de la posibilidad de tomar represalias, del aquí mando yo. Sino del interior, de sus convicciones, de la hondura de sus creencias, de sus fidelidades esenciales.

En eso he pensado al leer la carta en la que el apóstol asegura hoy que “toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz”. A lo largo de la vida, estamos todos expuestos a dejarnos seducir por el sol que más calienta, que no siempre es el sol verdadero. La bondad, la justicia y la verdad son tres vacunas contra las lumbreras descafeinadas que terminan por achicharrar todo lo verdaderamente humano que hay en nosotros.

Un hombre bueno, justo y amante de la verdad. Para evitar complicaciones estériles, ése es el horizonte que nos propone la Iglesia en el frío de esta cuarentena. Que habrá quienes prefieran perderse por derroteros de espiritualidades de metacrilato, y los habrá también que las propongan. Siempre es más fácil volar a esas alturas que descender a la vida de verdad.

Pero es aquí, sobre la tierra que pisamos, donde Dios invita a la felicidad de volver a abrir los ojos. O de abrirlos por primera vez, como cuenta hoy el evangelio sobre el ciego de nacimiento.

“¿Cómo se te han abierto los ojos?”, le preguntan una y otra vez. Él sólo sabe que Jesús le tocó y le mandó a lavarse. Todo hubiera sido más creíble si se hubiera abierto la tierra bajo sus pies, si un coro de ángeles hubiera confirmado con su presencia el milagro. Pero no.

Bondad, justicia y verdad. Eso basta para abrir los ojos. Cada vez creo menos en las prácticas cuaresmales que no alimenten estas realidades. Y tampoco otorgo credibilidad alguna a los cansinos discursos que pretendan otra cosa que animar la búsqueda de Dios con estas tres armas en la mano.

A fin de cuentas, vienen recomendadas por un apóstol peregrino que asistió al derrumbe de casi todo aquello en lo que creía. Sólo le quedaron en pie su fe y la certeza de la cercanía de Dios. Suficiente para cambiar la vida.

@karmelojph