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Carnaval, carnaval – Por Domingo-Luis Hernández

   

Hubo una época en la que el carnaval mostraba el delirio de pertenecerse frente al poder castrante y absolutista. Por eso la dictadura de Franco lo prohibió, con lo que ello habría de deparar: que no tuviera lugar, que la gente permaneciera en su papel respetable y funcional conforme a las normas de los padres de la patria. Pero ni por esas. El mundo puede reproducir una sublime cadena de subterfugios ante las prohibiciones irrazonables. Así es que si no carnaval, fiestas de invierno, se dijo, porque febrero es invierno. Y esa fue una sutil categoría, como excepcional subterfugio y categoría en lo español y lo universal son el Lazarillo y el Quijote. De modo que en unas fechas precisas del año los ciudadanos se tiraban a la calle no solo para transformarse sino para manifestarse.

Fácil es recordar la tríada feliz de los homosexuales que habrían de reservar su querencia en pro de la dignidad y de la represión que les imponían. Incluso en tiempos cercanos ese contingente se expuso. Recuerdo a un camarero de la cafetería de la universidad que me lo contó. En la intimidad de su casa se investía con trajes exquisitos de mujer y zapatos suntuosos para su marido. Ese era su carnaval primordial que en febrero salía al camino y se compartía. Públicamente era él, el entero él que las circunstancias y la fiesta de la revelación no repelían.

Cada pueblo de las islas entonces esgrimía su rigor; todos en su diferencia. Hoy quedan pocos reductos de esa peculiaridad, La Palma con sus polvos y los indianos o Las Palmas de Gran Canaria que asume indicios de la distinción frente a su rival con la gala de Drag Queen… En todo caso la desmesura, la provocación, la dualidad, la ambivalencia. No eran reconocidos tanto los pecados que estuvieron reservados para esas fechas, porque pecados siempre han existido en este mundo; es el tributo a la alternativa.

Recuerdo el sutil embrollo de mi infancia, de mi adolescencia y de mi primera juventud. Era perentorio salir a la calle vestido de chica. Y la espita de la gracia que la familia más allegada aducía era la belleza, cosa inopinada en un reducto (a veces siniestro) de machos. O acaso por eso: mujer en belleza, chico enmascarado por la belleza.

Y dos perspicaces distintivos. Uno, el “¿me conoces, mascarita?”, que en realidad hacía referencia a uno de los ardites mejor llevados: quien ganaba era quien no fuera reconocido. Hombres o mujeres cercanos fuera del mundo, en el extravío, la pérdida, cuanto más absoluta mejor. Y dos, las argucias de la fiesta. En los bailes del casino, hacer moverse en la alegría a los tímidos y a los anonadados. Hombre con hombre transformado para la ocasión en mujer.

Hoy la solidez se ha precipitado. Y esa figura tiene tintes de siniestra. Todo pueblo que se precie cuenta con una elección de la reina y un coso como en Santa Cruz, que es el santo y seña del moderno carnaval. Todo se repite, a veces con una futilidad al punto de la desmesura y el patetismo. El carnaval ya no es íntimo, no precipita al vacío de la luz la parte oscura y comprometida del ser. Es un torpe escaparate, con trajes alucinantes que enclaustran a las chicas que los portan y que las pronuncian al más absoluto desconocimiento de sí. Una maniobra muchas veces machista que dice mostrar el ingenio para sorprender al mundo, no para proyectarse fuera de sí.