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La carrera – Por José David Santos

   

Mediodía del sábado 1 de marzo. El cielo está azul y el sol cae con fuerza sobre un sendero entre Tunte y Arteara, Gran Canaria. A la derecha del camino un pequeño letrero indica que quedan 25 kilómetros hasta la meta. Hace unos minutos los cuádriceps de mis piernas han decidido contraerse e impedir que corra. Dolor al margen, la sensación es de rabia. Decidirse a correr el maratón de la The North Face® Transgrancanaria y sentir que no puedes seguir adelante es frustrante. Lo lógico era abandonar. Pero no. Fue orgullo, miedo a la bronca de quién yo me sé o que uno lleva incrustado desde niño el chip competitivo (contra uno mismo y sus enormes limitaciones), pero lo cierto es que fue ver aquel cartel de 25 kilómetros y pensar “no son tantos y ya puestos…”. A partir de ahí hasta la llegada en el faro de Maspalomas el reto fue aún mayor. Antes de aparecer el pequeño tormento de los calambres, la prueba, con salida en Garañón, fue fantástica para un novato como yo. Pese al inicial atasco, al ser unos 750 participantes en la prueba, la marcha hasta el avituallamiento de Tunte (kilómetro 12) había sido sensacional, con las piernas ligeras y disfrutando de parajes impresionantes. Pronto llegó el colapso y, a continuación, un descenso de varios kilómetros salvando un enorme desnivel por un sendero muy técnico que fue la piedra de toque para muchos. Me incluyo, por supuesto, pero la verdad es que ese descenso lento para muchos de los que nos agrupamos en ese punto me sirvió para pensar que podía llegar a meta mejor de lo previsto. Iluso. Tras el descanso en Arteara, la meta estaba a 17 kilómetros con mucho llaneo, así que… intercalando un poco de carrera -hasta que las piernas me recordaban lo que duele un calambre- y otro poco de andar ligero, alcancé la última parada en La Machacadora (qué ironía). Quedaba un último esfuerzo de seis kilómetros y no sé si fue la adrenalina de saber que quedaba poco para terminar, pero lo cierto es que las fuerzas volvieron y a dos mil metros de la llegada me uní a otro corredor que también venía sufriendo. Nos esperamos el uno al otro en esos pasos finales para entrar en meta, como dice un amigo que hay que hacerlo siempre, corriendo y con una enorme, y sincera, sonrisa de satisfacción en el rostro. Siete horas y 28 minutos después de tomar la salida 44 kilómetros atrás concluí un reto que iba más allá de la carrera en sí. Días después los dolores me recuerdan, por un lado, que hay que estar muy preparado para una competición así -y no digo nada para las distancias de 82 y 125 kilómetros- y, por otro, que a veces el coco suple las carencias de las piernas.