La inquina rezumaba por sus orejas. Argumentaba que este siniestro país siempre se ha movido encima del mismo carro: “¡Franco, Franco, Suárez, Suárez, Felipe, Felipe, Aznar, Aznar…”. Que al hombre que machacaron como a un ajo en el mortero ahora le gritaran al paso de su féretro “¡presidente!, ¡presidente!” y qué sería de la patria si lo imitaran ahora los que gobiernan no solo es deplorable sino impúdico. “¡Co…!: los tres presidentes que fueron y aún viven en dulce sustento por detrás del preclaro Rajoy… ¡Joder!”, dijo él, que no yo.
Agustinín precisó que andaba algo ofuscado, que había visto muchas imágenes por televisión, incluso leído la lápida de su sepulcro; que no se aturrullara porque acaso el camino resultaría mejor; que las virtudes de ciertos hombres sólo las desvela el tiempo, y que el tiempo le ha dado la razón a ese que llamaron Adolfo Suárez González (mire usted); que lo que gritaba el pueblo llano en la calle era consecuente.
“¡No me toques las narices!”, replicó; “que Joaquín Estefanía se haya desdicho del titular que compartió con la revista en la que trabajaba cuando lo nombraron Presidente es asolador”. “Eso”, concluyó Agustinín; “aunque tú no lo creas, siempre hay turno para ajustar las discordias”.
Mas no calló. La segunda proclama a la que se agarraba como un pulpo en peligro era que eso de la transición ejemplar que muchos festejan es un maldito camelo. Rendición incondicional de los vencidos; por más a causa (arguyó) de la legalización del PCE y con ello la inmovilización de sus bases. De manera que asistimos impertérritos a una Guerra civil sin clausurar (para contento de la ultraderecha de España), muertos sin enterrar todavía en las cunetas, torturadores con pagas beatíficas y… Además grandeza política en su punto con el café para todos, que tiene a Cataluña suspensa a expensas del avieso Artur Más y la Esquerra Republicana en su punto. País sin criterio, sin protocolos, que mandaría a la cárcel a algunos mentores funestos en cualquier lugar ilustrado.
Las razones dispuestas sobre la mesa eran que hay épocas que no soportan más cambios que los que se pueden resistir; y que esa era una época más peligrosa que un arsenal nuclear; que ese hombre se decidió a pesar de donde venía y que lo hizo con tesón, con responsabilidad y valentía.
“Santo de altares”, convino; “y no me lo creo”. Así nos va, con cambios a medias y un pasito p’a lante y otro pasito p’a tras. “Eso no es lo que se nos exige a quienes podemos corroborar evidencias. En estos casos, no son productivos los pactos desiguales, sino dar la cara aunque te peguen un tiro. No siempre los vivos son más convincentes que los muertos.
La conclusión arguyó que siempre la historia se mueve de ese modo. Unos deciden y el resto apechuga, si se arriman al futuro. Adolfo Suárez actuó desde esa trinchera. Y no fue vana su condición, aunque por las circunstancias, o porque en su caso no fueran previsibles otras, el resultado fuera imparcial.
“Luego, pardillos o utopías , majadero”, dijo Agustinín. “¿Qué decides? No siempre las utopías tienen asiento. Sobre todo en un mundo tan monstruoso como en el que vivimos. Cabe intentarlo, de todas formas -remató-, de espaldas a los proverbios, libres y satisfechos. Acaso nos reconozcan como a la Villa Libre de Christiania en Copenhague. Poco conseguiremos, pero moriremos contentos”.