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Fácil lo difícil – Por José Miguel González Hernández

   

Si nos damos un paseo por diferentes países del mundo, llegaremos a la conclusión de que aquellos donde las reglas de juego son más transparentes, e incluso me atrevería a decir que menos invasivas, se dotan de una capacidad de desarrollo superior a aquellos entornos que tienen un halo de permanente y aparente banal picaresca, con candidatura fiable a la corrupción. Es este hecho el que otorga a la sociedad una gestión basada en la cobertura del miedo que tienen las personas con responsabilidad a la hora de gestionar lo público. Por eso debemos preguntarnos para qué y para quién se legisla. Y la mayoría de las veces nos llevaríamos sorpresas. Y no todas agradables. No se puede prohibir el riesgo, pero tampoco puede ser motivo para la especulación. Además, hay riesgos específicos y otros sistémicos. El primero de ellos tiene la característica de poderse reducir e incluso eliminar a través de una buena diversificación, mientras que el riesgo sistémico hay que gestionarlo teniendo en cuenta que podría ser incontrolable convirtiéndose en una variable que nos amenaza. Y ésta puede situarse como sinónimo de peligro. A partir de aquí, e identificado el riesgo, la intensidad de sus efectos depende de la mayor o menor vulnerabilidad que tengamos para defendernos. Dicha defensa debe configurarse como un proceso donde se tomen medidas, no sólo para darle la vuelta a la situación, sino para que no surjan nuevas condiciones de riesgo. En entonces cuando la prospectiva se convierte en un instrumento indispensable a la hora, no tanto de acertar, sino de establecer los escenarios más probables de ocurrencia, y así planificar el desarrollo de las acciones con la finalidad de aplicar las medidas correctivas oportunas. Pero planificar exige conocimiento. Para ello hay que analizar, ya sea cuantitativa o cualitativamente, las dimensiones y ubicaciones de las diferentes variables a tratar. Con toda esa información es cuando se pueden afrontar los retos que cada cual quiera imponerse. Lo que no puede suceder es que dichos retos vengan legislados en su totalidad, dejando a la libertad de las personas en un segundo plano y trabajando única y exclusivamente para cumplir. No es que me haya vuelto liberal de repente, porque hay que seguir creyendo y defendiendo lo público como factor cohesionador de la sociedad, donde la rentabilidad no debe ser el fin último sino la equidad sin pérdida de eficiencia. Pero lo que tampoco debiera suceder es que se ha de legislar para pervivir, para tapar ineficiencias o para delegar en el administrado la generación de itinerarios de acción prácticamente sólo al alcance de los superhéroes. Se trata de hacer fácil lo difícil: ganarse la vida, de forma que hagamos trámites donde la simplificación pueda hacer la operación lo más simple posible y, de esa forma, podamos dedicarnos a ejercer. Como serán las personas las que impulsen el crecimiento de la economía y el mercado terminará por adaptarse a través de la innovación incremental, basados en mejorar las prestaciones y la calidad de los productos y servicios incluso con características ad personam, no solo se trata de gestión, sino de transformación. Por ello, como la vida tiende a pedir velocidad de adaptación, la minimización de los actos que originan burocracia insípida debe dar paso al fomento de la iniciativa privada, que a su vez impulsa la competencia. La simplificación administrativa debe significar que la actividad de las administraciones públicas, al tener una incidencia inmediata en las actividades privadas, y por tanto en el crecimiento económico y en la generación de empleo (además esa incidencia evaluable en términos económicos), incentive la acción, no tanto aportando recursos, sino eliminando obstáculos, porque ya existen suficientes barreras como para erigir otras artificiales, cuando sabemos que éstas pueden mutar en tiempo real dependiendo hacia dónde sople el viento.

José Miguel González Hernández es ECONOMISTA