El avance de la intolerancia en Europa está siendo atajada, a mi juicio, de manera bastante torpe. En Ceuta y Melilla esa fina tela en forma de alambrada que separa el primer mundo de la hecatombe humanitaria del tercero se trata de surcir a base de pelotas de goma, cuchillas y una tropa de policías, cuando esa marea -que no nos invade, eso es una perversión del lenguaje, ya que, simplemente, trata de escapar de la miseria y la muerte- es imparable. Ahora, es en la famosa valla, hace unos años fueron los cayucos llegados a Canarias, las oleadas y fallecimeintos en Lampedusa… La solución al problema -el de ellos, el de los hambrientos y desesperados- no pasa por nada de lo que se ha hecho hasta ahora. Mientras, miramos para otro lado, ignorando la bomba de relojería que cada día que pasa tiene un segundo menos en la cuenta atrás porque, no hay que negarlo, solo nos acordamos de África cuando pensamos que nos invaden; el resto del tiempo, como no vemos a los buitres rondar sus cabezas, permanecemos ajenos a su tragedia. Y sí, somos xenófobos y cobardes con ellos.
Al otro lado de Europa, en Ucrania, las democracias occidentales tratan de defender la postura de unos dirigentes que han llegado al poder tras derrocar por la fuerza a un gobierno legítimo. En el poder está ahora la extrema derecha, pero el miedo a Rusia hace que todo tiemble de nuevo en el viejo continente y se apoye a los nuevos dirigentes. De nuevo, la intolerancia, la guerra como excusa para inculcarnos miedo. Y somos el primer mundo.