El primer día del año que acudí a Las Gaviotas reviví las palabras con las que el inolvidable Rafael Arozarena (1923-2009) calificó el movimiento fetasiano que, sin dudas ni apoyos, fue el puente entre la generación de Gaceta de Arte y los voluntariosos alevines que removían las aguas posibles en los años 70. “Una marcha sin rumbo fijo; pasar tranquilos por la vida sin pedirle muchas explicaciones a la muerte; buscar una verdad para consumo propio”, me contó para la tesina de la Escuela de Periodismo que dediqué a la cultura de posguerra. Entonces conocí a Isaac de Vega (1920-2014), cuya novela Fetasa (1957) bautizó a un cuarteto – ellos dos y Antonio Bermejo (1926-1987) y José Antonio Padrón (1932-1993) -partícipe de una suerte de existencialismo insular, en oposición a las letras de denuncia- “y al dirigismo social al que servían” – de sus coetáneos comprometidos con la problemática inmediata. Maestro por la Escuela Normal de La Laguna, ejerció en La Gomera, El Hierro y Tenerife y fue un chasnero alto y enjuto, como su propia escritura, radicado en una luminosa esquina de Anaga, Igueste de San Andrés, que, en muchos casos, inspiró las coordenadas físicas y éticas de sus historias, imprescindibles en nuestra bibliografía de la segunda mitad del siglo XX. Cultivó la novela y dejó, además de su obra inaugural, seis títulos capitales – Antes de amanecer (1965), Parhelios (1977), Pulsatila (1988), Tassili (1992), Carpanel (1996) y El cafetín (2002) – y relatos breves, resueltos con solvencia, tanto en la elección argumental como en su lenguaje magro, directo, económico de adjetivos. Compartió con su colega y amigo Arozarena el Premio Canarias en 1988 y tres años más tarde ingresó -imaginamos que con cierta retranca- en la Academia Canaria de la Lengua. En mis contadas conversaciones con el admirado escritor siempre estuvo presente el macizo que respalda a la ciudad por el norte, la geografía poderosa que influyó en su carácter y en su obra, una de las producciones más serias y dignas que han salido indemnes de la hoguera de las vanidades y las sociedades del bombo mutuo. Cuando la primavera se adivina en la leve tardanza del sol, los bordes de la playa simulan en el contraluz pináculos góticos de un templo alongado al mar; y hacia el septentrión, donde el océano adquiere otros colores y densidades, intuimos al escritor que eligió estos espacios libres para su trabajo y su gozo y al que, si no cambió a última hora, le importarán una higa las necrologías y las declaraciones públicas que superaron a las críticas y recensiones en vida.