La nebulosa del tiempo te juega malas pasadas y los recordatorios se hacen imprecisos en cuanto a la exactitud de las cronologÃas. No me acuerdo bien de la franja temporal exacta pero sà de la imagen y del momento, que siempre se ha quedado en una esquina de la memoria por la importancia del personaje, y que a pesar de que uno era un tierno infante sabÃa por la tele y por los mayores de casa quién cortaba el bacalao o al menos lo intentaba. TendrÃa por aquel entonces algo menos de 10 años y seguro que más de siete. Como cada tarde después de comer, esperaba junto a otros cuatro o cinco chicos más en la entrada de mi barrio, San Antonio MarÃa Claret, a la guagua de don Simeón, un vetusto autocar gris como los pelos alborotados del conductor, con incómodos sillones tapizados de rojo, que venÃa a su ritmo por la parcheada carretera general desde Los Realejos a La Orotava, siempre con una bulliciosa y risueña carga, la de los alumnos de Los Salesianos, a quienes transportaba de vuelta al cole en el siempre bostezante horario vespertino. Ese dÃa, mientras hacÃamos tiempo frente al desvencijado estanco de Lucio a que la guagua apareciera por el horizonte, una pequeña comitiva de vehÃculos, algún Mercedes, según atisbo a recordar, pasaba por el barrio en dirección a La Perdoma. Algunas de las madres que nos custodiaban y otras vecinas del lugar que se arremolinaban por allÃ, sabedoras de que alguien importante harÃa acto de presencia en aquellas horas de la sobremesa -se sabÃa de un convite en el cercano restaurante El Gran Chaparral- empezaron a corear un apellido y a aplaudir enfervorecidamente. Uno de los coche ralentizó su marcha y del asiento de atrás alguien bajó la ventanilla. Un señor encorbatado, con un peinado perfecto y una sonrisa que habÃa visto antes en la caja tonta, saludó cordialmente levantando su brazo derecho, para mayor regocijo de los presentes. Apenas unos instantes pero los suficientes para que aquello fuese una verdadera fiesta. HabÃamos visto a Adolfo Suárez. Casi nada.