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Injusticia – Por Claudio Andrada Félix

   

Parecía que era lo más sólido, uno de los pilares básicos del estado de derecho. Un lugar de arbitraje donde todos jugamos con las mismas reglas. Un espacio común donde la esencia del nadie es más que nadie permite que, en una época de crisis como la actual, no se incendien los ánimos ni se rompan los cimientos de los acuerdos colectivos. Pero no es así. El poder político ha dado un golpe de estado (nunca mejor dicho) y se ha situado en el vértice que reparte los nombramientos de quienes, llegado el caso, podrían juzgarlos a ellos mismos. Es más, se han blindado de tal manera que el manejo del tiempo siempre corre a su favor. Pero no solo de la clase (mal llamada clase en una democracia, porque no debiera ser un oficio sino un servicio) política, sino que, por extensión, los acaudalados e influyentes disfrutan de los mismos beneficios. El tiempo. ¿Por qué con un contribuyente o ciudadano común la justicia tiene tanta prisa o tan poca, dependiendo de que sea el demando o demandante, respectivamente? ¿Por qué si tengo recursos económicos y un grupo de abogados puedo dilatar la aplicación de la ley y si no los tengo el resultado es otro, normalmente en mi contra? ¿Por qué debemos seguir tragando que muchos letrados nos alerten de los costes del pleito en lugar de la justicia de nuestras demandas? ¿Cómo es posible que tener dinero sea una garantía de que nuestro abogado se deje la piel en nuestra defensa o reclamación y la carencia del mismo sea sinónimo de derrota segura? Evidentemente no fue por esto por lo que lucharon cuantos se dejaron la vida y las pestañas por la democracia. La justicia, tal y como la soñábamos, está también en crisis y disparatada. Jueces juzgando a jueces que se atreven a poner en el banquillo a los desvalijadores de lo público, que ahora pagamos todos. Y un Ministerio de Justicia más preocupado de lo que le dicta la iglesia más rancia y retrógrada, o siempre dispuesto a otorgar indultos o vestir de inimputabilidad a más miembros de una monarquía que ha perdido (probablemente desde hace muchos años, y nosotros sin saberlo) aquella “nobleza” que se le supone y que lleva en un epígrafe de su abultada nómina, que también pagamos todos, dicho sea de paso.

Tasas judiciales; maremágnum de leyes que sustituyen, modifican o eliminan otras anteriores; una justicia gratuita infradotada; el grande ganando siempre frente al chico… En definitiva, el derecho a la justicia más elemental del ser humano administrada por quienes son elegidos por el poder político, por lo que son juez y parte y permiten que la ciudadanía, eje básico de la democracia y el estado de derecho, quede en el más absoluto de los desamparos. A ver cómo le explicamos a nuestros hijos que vivimos en una democracia.