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Despotismo europeo – Por José Alberto León Alonso

   

La crisis ha creado las condiciones para el desafecto de la ciudadanía con muchas de sus instituciones. Los partidos políticos, sindicatos, la monarquía, el poder judicial, el sistema autonómico, el euro y la Unión Europea (UE) se han visto envueltos en la controversia sobre su utilidad para el ciudadano. Como sucede siempre a la largo de la historia, en tiempos de depresión económica surgen las soluciones que proponen un borrón y cuenta nueva que modifique radicalmente el funcionamiento de instituciones hasta hace poco generalmente aceptadas. Europa no ha escapado de esta ola de descontento y proliferan las voces que proponen la salida de España del euro e incluso de la UE, y se discute el beneficio obtenido por nuestra pertenencia al club europeo.

Realmente hay pocos análisis económicos centrados en cuál hubiera sido el comportamiento de las distintas economías europeas si no se hubiesen integrado en la UE. La excepción es el artículo How much do countries benefit from membership in the European Union?, de Campos, Coricelli y Moretti. De su análisis econométrico se concluye que todos los países europeos que se han integrado en la UE desde 1981 se han beneficiado económicamente, excepto uno: Grecia. Para España esos beneficios son permanentes; esto es, se producen desde el primer momento y no dejan de hacerlo después. Así, el PIB per cápita español crece desde 1986, año de la adhesión, casi 1 p.p. anual por encima del crecimiento estimado sin la integración en Europa desde el momento de la ampliación hasta nuestros días. Incluso en los años de crisis, la caída del PIB hubiera sido mayor fuera de Europa que dentro de ella. Como resultado, la renta per cápita de los españoles en nuestros días sería casi el 25% inferior de no haberse producido la integración con Europa. Como mencioné, la única excepción es Grecia, cuyo PIB per cápita sería el 12% superior si no se hubiese adherido a la UE en 1981, con un retraso centrado en el periodo 1981-1995, lo que parece indicar que los periodos de ajuste pactados para su integración fueron indebidamente rápidos y su economía no fue capaz de adaptarse rápidamente. Así, pese al populista mensaje de que “Europa no nos sirve”, parece que su utilidad para mejorar nuestro nivel de vida está fuera de toda duda. Sin embargo, ahora que estamos llamados a votar a nuestros representantes en el Parlamento Europeo, y otro asunto muy distinto lo constituye la utilidad de la Eurocámara. ¿De verdad sirve para algo?

Mi opinión es que no. La Comisión, el Banco Central, el Tribunal de Justicia de la UE y, especialmente, el Consejo Europeo tienen más capacidad real de incidir en las políticas europeas que el Parlamento, reducido a mero órgano de ratificación de lo pactado en las otras instancias, para darle una pátina democrática. ¿Comisión? ¿Banco Central? ¿Tribunal de Justicia? ¿Consejo Europeo? ¿Qué galimatías de instituciones es este? El andamiaje institucional de la UE es tremendamente complejo. Tanto es así que, para hacerlo comprensible al ciudadano europeo, la UE ha elaborado y difundido la Guía del ciudadano sobre las instituciones de la UE, que ocupa nada menos que 44 páginas, cuando el funcionamiento de las instituciones de cualquier país se explica en dos o tres páginas. Existe una docena de instituciones europeas y multitud de agencias, pero, si nos centramos en cómo se elaboran las leyes, se puede resumir que el Consejo define el rumbo y las prioridades políticas generales de la UE y encarga a la Comisión Europea que elabore la legislación correspondiente. La Comisión propone la nueva legislación y es el Parlamento Europeo y de nuevo el Consejo los que la adoptan. En esta arquitectura institucional, el Consejo lidera la UE y la Comisión es la que ejecuta los encargos. El Consejo reúne a los jefes de Estado y de Gobierno al menos cuatro veces al año. Las decisiones se toman por mayoría cualificada, pero en la práctica Alemania marca el ritmo como país más poblado y más poderoso económicamente. La Comisión es el órgano ejecutivo europeo y se encarga de iniciar el procedimiento legislativo y de hacer cumplir la legislación de la UE. El Consejo propone cada cinco años un nuevo presidente de la Comisión, que debe ser ratificado por el Parlamento Europeo. La Comisión responde ante el Parlamento, que puede presentar una moción de censura contra ella, aunque esto no ha sucedido nunca (ni sucederá).

Así, el Parlamento Europeo tiene competencias compartidas con el Consejo para la aprobación de las leyes, aunque carece de la iniciativa para proponerlas. ¿Puede al menos vetarlas? En teoría, sí, pero carece de la voluntad de hacerlo, ya que los grandes partidos del Parlamento Europeo sostienen en sus países a los presidentes que han alcanzado un acuerdo en el Consejo, así que no cabe esperar que se opongan a sus propios presidentes. Vistas así las cosas, no resulta extraño que los grupos mayoritarios en el Parlamento Europeo voten en el mismo sentido en el 70% de las ocasiones. De esta forma, quien piense que con su voto decidirá el rumbo de las grandes políticas europeas se va a ver frustrado. Eso se decide en el Consejo, es decir, lo decide Alemania y los alemanes.
¿Para qué sirve entonces el Parlamento Europeo? Para garantizar espléndidos sueldos y jubilaciones a políticos caducos o escasamente capacitados. Para poco más. Los parlamentarios europeos son como nuestros ilustres senadores: prejubilados de oro que seguirán estrictamente las órdenes de sus partidos y cuyas decisiones no son nunca finales (no sea que un día se rebelen). Todo ello al módico coste de 1.800 millones de euros anuales. Una bagatela. Es verdad que tiene más competencias legislativas que nunca, pero nadie identificaría el rumbo que ha tomado Europa con una medida de su Parlamento. Es el único parlamento del mundo que no representa la soberanía popular, pues ésta continúa residiendo en los Estados miembros. No me entiendan mal. La UE ha sido y es un invento excelente que ha desterrado para siempre la posibilidad de un conflicto armado entre los países miembros y ha generado un aumento sustancial del nivel de vida para sus ciudadanos, pero no es una democracia. Es un sistema en el que el gobierno de un país decide y la mayor parte de los ciudadanos (los no alemanes) carecemos del poder para castigarlo democráticamente si sus decisiones no nos gustan. Cuando el Parlamento Europeo elabore en solitario las leyes y elija un Gobierno europeo con poderes ejecutivos, servirá para algo; o en su defecto, cuando permita a todos los europeos votar en las elecciones alemanas, que son las que determinan realmente el rumbo de Europa. Entre tanto, se podrían ahorrar todo este paripé electoral (y los 1.800 millones anuales) para simular una apariencia democrática de lo que es un sistema despótico. Ya lo decían los déspotas del siglo XVIII: “Todo por el pueblo, pero sin el pueblo”.