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Normas traicioneras – Por Claudio Andrada Félix

   

Pudiera parecer que la deslealtad es un producto humano de una sola pieza, pero no es así. De la misma manera que el egoísmo o la vanidad son arranques un tanto incontrolados, la deslealtad precisa de artimañas largamente pensadas. Y es así porque anida siempre en una de las dos caras o dualidades que todos tenemos. Al principio se presenta como una posibilidad que descartamos de inmediato: ¡cómo voy a aprovecharme de su confianza! -nos decimos sin palabras-. Y ahí entra en juego nuestra conciencia, que no es más que el fruto de las ideas que defendemos públicamente, el bagaje cultural (aprendizajes lectivo y colectivo, y pertenencia a un grupo) y la educación recibida en nuestro núcleo familiar. Esto que se llama la educación en valores y que la “derechona” más rancia ha intentado vender como argumentario propio. Nada más lejos. Estos tres factores, a mi entender, son el sofá donde descansa y reflexiona la decisión de ser o no desleal. Aunque siempre se esconde en el cuarto más oscuro de nuestras intenciones aquello de “era él (o ella) o yo”, en definitiva la “razón de peso”, esa que cuando sale a la luz parece vestida de una irreprochable condición. Por ello, el que sufre la traición se da cuenta al final, precisamente cuando ya no hay vuelta atrás. Es la última etapa de un camino emprendido desde hace tiempo. Te mosqueaste aquel día que no entendiste el porqué de aquella prisa por decirte adiós en el ascensor o el rellano de la escalera del centro de trabajo. O aquella otra cuando los que ya lo veían venir te decían “ten cuidado, Nicolás”, y tú sin dar crédito a tus oídos, vista, olfato, gusto y, sobretodo, tacto. Es cierto que es una obra de muchos pequeños actos. Minúsculas traiciones, casi inocuas, pero que ya llevan en su ADN la firma de la puñalada. Sin embargo, y por encima de todo, la cúspide de la deslealtad es la condescendencia, el decirle al otro sólo lo que creemos que quiere oír, ver, oler, gustar e incluso tocar. En definitiva, ocultarle nuestra sinceridad (aunque le duela) a quien nos ha dado su confianza, a sabiendas de que la adulación nos puede traer más beneficios que la verdad. Y no nos engañemos. Quienes así actúan los vemos a diario, más de las veces que querríamos o confesaríamos, cuando nos miramos al espejo por las mañanas. Ahí es donde reside y se fragua la auténtica semilla de la traición, y florece la primera vez que decidimos no ser honestos y disfrazar nuestras opiniones y reflexiones ante quienes han puesto su confianza en nosotros. Nos toca, como siempre, decidir.
claudioandrada1959@gmail.com