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Un cambio real – Por Juan Hernández Bravo de Laguna

   

Durante la mañana del pasado lunes los españoles se encontraron con la sorpresa de la abdicación del Rey. Una sorpresa por la fecha y el momento político elegidos, no por el hecho en sí mismo. Desde hace tiempo se venía especulando con la posibilidad de una retirada del monarca, pero no se esperaba que se produjera tan pronto y precisamente ahora. Al parecer, y a pesar de la voluntad de continuidad que se deducía de su último mensaje navideño, la decisión estaba tomada desde el mes de enero, había sido pactada con Rajoy y Rubalcaba, y se iba a hacer efectiva después del verano, a principios del curso político. Sin embargo, la crisis del Partido Socialista y la marcha de su actual secretario general precipitaron las cosas. No se podía anunciar antes de las elecciones europeas para no interferir en el proceso y la campaña electoral, pero, una vez celebradas, quedó libre la vía de la operación.

Era necesaria la colaboración irrestricta de los dos partidos institucionales -y constitucionales-, y los posibles futuros dirigentes socialistas, desde Susana Díaz y Eduardo Madina hasta Carme Chacón, no ofrecen las mismas garantías de mesura ni el mismo sentido de Estado que Rubalcaba. Izquierda Unida y el Partido Comunista han roto el pacto sobre la monarquía y la bandera que aceptaron Santiago Carrillo y Marcelino Camacho, y que hizo viable la Transición, y nada garantiza que el nuevo PSOE lo vaya a respetar. Ya se oyen voces republicanas en su seno y, ante el ascenso de la izquierda radical y el fenómeno de Podemos, muchos socialistas se plantean la necesidad de un giro a la izquierda. El zapaterismo dejó una huella excesiva en el partido, y así le va.

Los detalles de esta explicación de la fecha y el momento político elegidos para la abdicación se fueron conociendo a lo largo de la jornada del lunes. En las primeras horas se especuló con otras motivaciones alternativas, que tampoco hay que descartar por completo. La instrucción del caso Nóos está próxima a su fin, y es más que probable que Iñaki Urdangarin pase de ser imputado al banquillo de los acusados. Es menos probable que eso le ocurra también a su esposa, pero, de cualquier forma, una de las consecuencias de la abdicación es que ambos dejarán de pertenecer a la Familia Real y pasarán a ser simplemente familiares del Rey. Descartados por la Infanta el divorcio y la renuncia a sus derechos sucesorios, la abdicación constituye una solución de compromiso que disminuye algo el impacto de una eventual condena. Otros motivos que no dejan de estar presentes radican en la baja popularidad y la intensa pérdida de imagen de la Corona y de don Juan Carlos, bajo mínimos desde la cacería de elefantes de Namibia y la publicidad de la estrecha amistad del Rey con Corinna zu Sayn-Wittgenstein, relacionada con oscuros y no explicados asuntos de espionaje de Estado. Y no podemos olvidar tampoco la precaria salud del monarca, no solo por su recurrentes problemas de cadera, sino por episodios como la desorientación y los minutos de confusión que sufrió mientras leía su discurso en la última Pascua Militar.

A pesar de todos estos motivos y explicaciones, nos parece que el momento elegido ha sido especialmente inoportuno. El riesgo de que el Partido Socialista se eche al monte en cuestiones monárquicas es relativo; el terrible daño que ha infligido a la monarquía el caso Nóos ya está hecho pase lo que pase; y la salud del Rey no es preocupante a corto plazo. A cambio, se lleva a cabo una operación tan delicada con el apoyo de dos partidos que acaban de sufrir un severo rechazo electoral, un auténtico descalabro, uno de ellos con su líder amortizado, y se termina de abrir una cuestión que ya estaba medio abierta: la reivindicación de un referéndum sobre la monarquía por un sector de los ciudadanos y por los partidos que justamente tuvieron hace una semana unos excelentes resultados electorales. Cualquier aprendiz de estratega hubiese desaconsejado seguir adelante. Ha faltado tiempo para que los republicanos militantes, que no son tantos como pretenden, salieran a la calle, y su simbología, sus banderas y sus proclamas han mostrado con claridad que no son republicanos sin más, sino republicanos de la Segunda República y de la izquierda radical. Y ese es el principal problema del actual republicanismo español. Como se comprobó de nuevo en las manifestaciones del 14 de abril, se trata de un republicanismo anclado obsesivamente en la Segunda República y en la extrema izquierda; un republicanismo sectario que concibe la República no en cuanto una apuesta de futuro que nos transforme cualitativamente y modifique nuestros pobres valores políticos y democráticos, sino como una vuelta al pasado que haga ganar la última guerra civil a los que la perdieron. Y ese sectarismo ahoga sus actuales posibilidades.

Felipe VI no es un buen nombre para convencer a Cataluña: su antepasado Felipe V conquistó Barcelona y abolió el Derecho público y las instituciones políticas catalanas al final de la Guerra de Sucesión. Pero, en fin, es lo que hay. Es de desear que este real cambio signifique un cambio real en la deriva invertebrada y corrupta de la sociedad española, en nuestra dinámica política y partidista tóxica, e, incluso, en los déficits de ejemplaridad de la Corona y sus aledaños familiares.