Hoy arranco, querido Juan, con un chiste que, aun con radicales diferencias de contexto, me recuerda algunas cosas que veo en nuestra tierra común. Un judío residente en la Unión Soviética se presenta en una oficina gubernamental para reclamar un documento que le permita abandonar el país. El funcionario correspondiente, mosqueado, le pregunta: “¿Y por qué quiere usted marcharse de la URSS?”. El buen hombre responde: “Por dos razones. La primera es que tengo miedo de que un día caiga este régimen, que a partir de entonces reine el caos, y que, en la búsqueda de los culpables de ese caos alguien vuelva a poner su mirada sobre los judíos para acusarnos de todos los males y enviarnos a los campos de concentración o, peor aún, al exterminio”. El burócrata, un entusiasta del régimen establecido, le reconviene con palabras tranquilizadoras: “Pero por eso no debe preocuparse, hombre. El comunismo nunca va a desaparecer, este sistema no va a caer jamás, la URSS durará para siempre, de modo que no debe usted alarmarse, porque aquí no hay ninguna posibilidad de que cambie nunca nada…”. El judío se encoge de hombros y responde: “Bien, justo esa es la segunda razón por la que quiero marcharme”. Esta historieta aparece en uno de los capítulos de un libro fabuloso, El sur pide la palabra (Los Libros del Lince), escrito a cuatro manos por dos filósofos balcánicos, Slavoj Zizek y Srecko Horvat, veterano esloveno uno, joven croata el otro. Y, qué quieres que te diga, el relato me recuerda a Canarias por esa tentación tan nuestra de optar por lo extremo. Porque en las Islas estamos siempre anunciando el caos que viene, presos de un pesimismo endémico, pero al mismo tiempo nos regocijamos ante la perspectiva de una tierra en la que nunca pasa nada, en la que todo cambia para permanecer igual. Y ambos supuestos son rechazables. Porque Canarias debe cambiar, en todos los aspectos. Para evitar que siga sin pasar nada, y para evitar que finalmente llegue el caos.