Cuando murió el General, yo tenÃa dieciocho años recién cumplidos, y la sensación -familiarmente alentada- de estar viviendo la representación de un acontecimiento singular, que no era la muerte del General, sino el profundo y silencioso estupor de la nación ante su ausencia. Cuando se tienen dieciocho años se vive con un concepto pedestre y egoÃsta de la Historia: se piensa que la Historia circula en torno a uno mismo, y que se pueden robar los espacios perdidos del tiempo y la memoria y archivarlos para uso privado.
Aquel amanecer sosegadamente tenso del 20 de noviembre, en las calles recogidas y vacÃas de La Laguna, con la Universidad cerrada a cal y canto, experimenté la certeza de que, por encima de cualquier otra razón biológica o clÃnica, Franco habÃa muerto para que yo pudiera sentir cómo mis dieciocho años se agigantaban en un instante de reflexión sobre la Historia de España. Soy, pues, de una generación que se formó en la Transición, en sus timbas y consensos, entre el ruido de sables, el olor a rancio, los muertos de ETA, y los enjuagues polÃticos que a tirios de la izquierda y troyanos de la derecha nos parecÃan entonces una sarta indecente de compromisos indignos. Para la mayorÃa de los españoles no lo eran: los veÃan como la apuesta por un futuro posible sin sangre ni hambre. Algunos años después de aquello, un dÃa ya lejano (no recuerdo cuando fue), me levante yo mismo pensando y sintiendo igual que los más.
Fue una sensación extraña, que no me ha abandonado desde entonces. Quizá por eso, acobardado por las canas, o reconciliado con el tiempo que me ha sido dado vivir (puede que ambas cosas sean lo mismo) observo con cierta cautela las promesas de cambio y -sobre todo- la falta de compromiso ante esos cambios. Crecà como persona en la idea de que las reglas del juego son la clave de la democracia. Hay quien cree que la democracia es el Gobierno de la mayorÃa. Yo creo que es -sobre todo- el respeto a las reglas y la protección de las minorÃas.
Los que están en el machito han pervertido la democracia hasta hacerla embarrancar en este tumulto de descrédito y rechazo, mercando nuestro bienestar por el suyo. Si no enderezan el rumbo, un pronto se descubrirán solos. Pero los que vienen presentándose con fórmulas de Fierabrás sólo me parecen vendedores de crecepelo, farsantes peligrosos. Siento simpatÃa por su juventud y por sus ganas, no exenta de cierta insana envidia, pero no me creo casi nada de su discurso. Porque se que el infierno está empedrado de buenas intenciones…