Transcurren los días, las semanas y los meses, a veces hasta los años, y de pronto te reencuentras contigo mismo, de nuevo, al principio del laberinto. Por la necesidad de creer que la vida tiene sentido nuestra sociedad pseudocivilizada se ha empeñado en que recorremos un itinerario vital horizontal, que somos protagonistas de un cronograma en el que siempre avanzamos hacia adelante. Menudo error. Además, si a ese fallo le añadimos considerar que debemos buscar “un sentido”, un objetivo a nuestra existencia ya sumamos dos equívocos de gravedad. Numerosas señales, síntomas y avisos se producen en el itinerario vital que nos seducen para considerar que la vida debe tener un fin: ser feliz, hacer feliz a alguien, mostrarse seguro, confiable, desarrollar una competencia, demostrar nuestra valía, tejer una abundante red de amistades, gozar de una vida social activa, protagonizar liderazgos, desarrollarse laboralmente, crear una familia… Como ven una ristra de tópicos que, a pesar de no compartir, respeto puesto que todos en algún momento hemos bailado con esa música de fondo. Afortunadamente de este teatrillo de vanidades logramos escapar en ocasiones, también es verdad que no todo el mundo lo consigue, pero en ese instante en el que desconectamos el fluido de las exigencias sociales, al menos yo me siento etéreo, ligero y libre. Por desgracia esa vuelta a los orígenes, a sentir los pies desnudos descubriendo como late la tierra debajo de nosotros, se alcanza en virtud de alguna circunstancia traumática, de un espasmo que nos despierta casi ahogados porque ya no sabemos ni respirar. Un retiro, una hibernación social, un paréntesis para reflexionar serían el tratamiento prescrito en estos casos, como cuando en una prueba deportiva sabes que tus músculos podrían seguir corriendo pero tu cabeza te dice que necesitas parar. Hay que elegir.