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De nombre, Trinidad – Por Carmelo J. Pérez Hernández

   

La propuesta que hace la Iglesia este domingo es que nos sumerjamos en una pregunta tan antigua como la vida inteligente. Desde que nuestras neuronas despiertan a la consciencia de sí mismas hasta que acontece su último latido, lo reconozcamos o lo escondamos, una incógnita que nos conmueve es saber quién es Dios. O qué es eso que llaman Dios.

Es un signo de salud y de vitalidad que la Iglesia continúe abierta a esta pregunta con el paso de los siglos. Significa eso que no todo está dicho, aunque él mismo nos haya contado lo esencial sobre su persona, lo que necesitamos saber para abrir la puerta a su experiencia. Después, nos embarcamos en la tarea de darle nombre a todo eso que nos fue revelado. Y el nombre elegido fue Trinidad, de apellido Santísima.

Los nombres no sirven para casi nada y este caso no es una excepción. Lo verdaderamente importante es la oración, la meditación, el trabajo intelectual, la actitud que hizo falta para rescatar de la Biblia y de la Tradición todo aquello que nos condujo a proclamar con total seguridad que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Aire fresco fue en su momento abrazar esta verdad. Y un tesoro son sus consecuencias para la vida de la comunidad y de cada creyente. También es cierto que el paso del tiempo se encarga de pervertir la belleza, y eso de la Santísima Trinidad…, como que no termina de cuajar en la experiencia cristiana del día a día. Preferimos hablar de Dios misericordia, o de Dios omnipotente, o de Dios amigo. Lo de la Santísima, ¡uf!

Por eso, hoy es el domingo que nos incita a adentrarnos en este sereno enigma del nombre de Dios. Bucearemos en él para concluir que hemos de amar el misterio: Dios no es un cachivache más de cuantos entretienen nuestra aventura. Al aceptar que una parte de lo que él es no la podemos entender ni explicar, ni la llegamos a medir o a valorar, al hacer eso estamos descansando en su grandeza, que para nosotros es un regazo amable en el que sentarnos para planificar la vida.

Y al aceptar que uno más uno más uno son uno, y no tres, estamos vislumbrado nuestra más genuina vocación: amar como Dios se ama en sí mismo. Ya está: amar. No hay más: ni otra terapia, ni otro proyecto, ni otro objetivo. Lo que me hace hombre es amar, ser uno con los demás. Cuando Dios revela cómo es, al mismo tiempo nos da la pista de cómo queremos ser, a veces sin saberlo.

Yo propongo que los creyentes tengamos cuidado al hablar de Dios. Que no juguemos a pervertir la verdad con simplezas o contagiándola de nuestras rarezas. Dios es Dios. Y nosotros apenas hemos visto y tocado el borde de su manto.

Nos toca hablar de Dios, sí. Pero con la fascinación, con el embeleso y la entrega que nos dan sabernos siempre aprendices, nunca dueños de su verdad. Ése es el mejor servicio que prestamos a quienes intentan bucear en el misterio. Y ésos somos todos.

@karmelojph