La memoria es la única patria en la que siempre permanecemos. Por eso, el escritor total llamado Octavio Paz Lozano (1914-1998) siempre retornó a la urbe colosal, singular y ambigua, firme e insegura, en cuya lejanía forjó su incuestionable arraigo. Este es el año de su centenario y en “el país donde siempre ocurren cosas inesperadas” lo conmemoran con un amplio programa de actos y una reivindicación nacionalista, inevitable acaso, que, a lo peor, no sería muy del agrado de aquel hombre grande y pudoroso que prodigó sus admiraciones y afectos por muchas tierras de Dios. Nacido en el Año de la Revolución Mexicana y de la I Guerra Mundial, con un padre vinculado a una familia de fidelidad zapatista, su nomadismo se inició en Estados Unidos donde cursó estudios secundarios; participó en el bando republicano durante la Guerra Civil Española; fue miembro notable ][]de la Alianza de Intelectuales Antifascistas y se licenció en derecho y filosofía y letras en la Universidad Autónoma de México. Diplomático en destinos lejanos, su insaciable curiosidad por todo le llevó a interesarse por el surrealismo, a cuyos fundadores conoció en París; por el budismo, que descubrió en el desempeño de la embajada de Nueva Delhi; y por la caligrafía y la síntesis de la poesía japonesa.
Tuvo una activa vida sentimental -tres compañeras entra 1938 y 1998- y una radiante y rabiosa independencia ideológica porque, con la misma convicción con la que abrazó el socialismo, denunció sin paliativos las represiones y crímenes de Stalin. Entre Luna silvestre (1933) y El fuego de cada día (1989), selección lírica desde 1969, dejó quince poemarios, ajenos todos a lo temporal y discursivo y con énfasis en el poder expresivo de las imágenes plásticas. En el campo del ensayo firmó treinta títulos, iniciados con el memorable El laberinto de la soledad (1950) donde expresó sus innovadores reflexiones antropológicas y sociales sobre la identidad y el carácter mejicano, y un variado repertorio de asuntos que trataron todas las vertientes de la cultura. Ganó una veintena de distinciones entre las que figuran los premios Cervantes (1981), Menéndez Pelayo de erudición (1987), Nobel (1990) y Príncipe de Asturias (1993), entre otros. Su poderoso influjo intelectual corrió paralelo con el reconocimiento universal de su obra -que figura entre las más notables de la lengua castellana- y con un compromiso, al margen de su amor por la tierra natal, con la libertad de los pueblos.