Hoy en día parece que todo el mundo es capaz de construir una opinión sobre absolutamente cualquier asunto. De hecho, las redes sociales nos permiten compartir con el mundo nuestras reflexiones o ideas sin dificultad; otra cosa es que esos juicios terminen interesando a alguien.
No obstante, en el lado positivo de la balanza -ese que tanto se resiste- hay que poner la cuestión del libre pensamiento, de la existencia de un medio que permite exponer, debatir y, en muchos casos, descubrir que uno tiene en común con sus semejantes muchas más cosas de las que cree, como, por ejemplo, juicio propio. En el lado negativo de esa sencillez para expresar lo que a uno le aflige, acongoja o estima está que hay un alto porcentaje de esos susurros o gritos que no solo no son relevantes, sino que alimentan lo peor de la condición humana, tal es el caso del odio, las fobias o el rencor.
Las autoridades -así, en genérico- están tomando cartas en el asunto y, como casi siempre pasa con las autoridades, confunden el fin con los medios y están terminando por criminalizar a las citadas redes sociales y no el mal uso de las mismas (aunque aquí también habría que hacer mil y una reflexiones sobre lo que significa eso). De nuevo, la balanza positiva de un nuevo modo de relacionarse y comunicar se ve arrastrado por lo negativo. Está claro que no es de recibo que, por poner el foco en uno de los tantos conflictos que han surgido en las últimas semanas, el antisemitismo más rancio, cruel y descerebrado pulule por Twitter o Facebook porque un equipo israelí de baloncesto gane a otro equipo de baloncesto español. El problema no es de esas redes sociales, el problema es de nuestra sociedad enferma -e ignorante- que hace que desde sus entrañas surja lo peor por una competición deportiva. Lo malo es que ese modo de proceder no es nuevo porque en estadios y pabellones campa a sus anchas el racismo o la homofobia. Una vez más, el ser humano logra extraer lo peor de lo mejor, convirtiendo el deporte y un invento extraordinario en algo deleznable.