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Presente y futuro – Juan Hernández Bravo de Laguna

   

A diferencia de lo que ocurrió con la proclamación de su padre hace 39 años, en la proclamación -que no coronación- del nuevo Rey no han asistido dignatarios extranjeros. Estas ausencias se han justificado por motivos de austeridad económica, aunque la verdadera razón puede haber estado en el peligro de que los dignatarios importantes, que podían realzar la ceremonia, declinasen la invitación y, por el contrario, se presentaran algunos particularmente incómodos. Este problema se hubiera podido plantear, por ejemplo, con ciertos jefes de Estado hispanoamericanos. Como decimos, en la proclamación de don Juan Carlos, a pocos días del fallecimiento del general Franco, y en un ambiente políticamente inestable y enrarecido, estuvieron presentes gobernantes de la relevancia del presidente francés Valéry Giscard-d’Estaing, que acudió en un inequívoco gesto de apoyo a las expectativas de cambio que despertaba la incipiente monarquía. En otro orden de cosas, la ausencia en la proclamación de su hermano de la Infanta Cristina y de su marido Iñaki Urdangarin no requiere mayor explicación.

La proclamación del Felipe VI ha sido mucho más austera que la de su padre, pero también se ha diferenciado de ella, y de todas las proclamaciones reales anteriores, por su carácter estrictamente laico. Se prescindió de cualquier tipo de símbolo religioso, se eliminó la cruz que se situaba junto a la corona y el cetro en el Congreso de los Diputados, y se omitió toda ceremonia católica posterior, como hubiera sido un Te Deum. Don Juan Carlos juró “por Dios” sobre la Biblia, mientras su hijo se limitó a jurar sin Biblia. Tampoco se celebrará la Misa del Espíritu Santo en la iglesia de San Jerónimo El Real de Madrid, que tuvo lugar cinco días después de la proclamación de Juan Carlos I. Todo eso ha sido sustituido por un acto social en el Palacio Real de Oriente, en el que los nuevos Reyes saludaron a las personalidades invitadas por la Corona.

En este sentido, tenemos que repetir una vez más que España no es un Estado laico, sino un Estado aconfesional. Los Estados laicos, como son Francia o México, no mantienen relación alguna con las confesiones religiosas, mientras que España mantiene relaciones con las más representativas o numerosas, con una especial consideración a la Iglesia Católica. Esta especial consideración viene obligada por el artículo 16.3 de la Constitución, que establece: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. La católica, en consecuencia, es la única religión citada en la Constitución, y el Estado mantiene relaciones con ella, que se rigen por unos acuerdos específicos firmados en 1976 y 1979. En cuanto a la dimensión social de la religión católica, basta reparar en nuestras romerías populares, siempre en honor de un santo o de una Virgen, y en las multitudes que acuden a las bajadas y subidas de las diferentes Vírgenes canarias, como la reciente de la Virgen del Pino de Teror a Las Palmas.

En la proclamación también estuvieron presentes los presidentes autonómicos, y no es noticia que el catalán y el vasco no aplaudieran al nuevo Rey. Felipe VI sustituyó el “¡Viva España!” del final del discurso oficial de su padre por un agradecimiento en todas las lenguas oficiales del Estado. Mal van las cosas en este país si la corrección política obliga a suprimir una expresión así. El discurso contuvo constantes referencias al futuro, a la renovación y a la unidad de España (“una Nación en la que creo, a la que quiero y admiro”), pero mostrando, a su vez, un inequívoco respeto por las diferencias territoriales: “En esta España cabemos todos. La diversidad define nuestra propia identidad”. Y no dejó de aludir a las lenguas oficiales del Estado distintas del castellano, de las que afirmó que suponen un “patrimonio común”. Por último, era obligada su exigencia a la Monarquía de una conducta “íntegra, honesta y transparente”, y la expresión de su “solidaridad con los ciudadanos más afectados por la crisis económica”.
No está de más recordar que Felipe accede al Trono a pesar de tener dos hermanas mayores porque la Constitución, en su artículo 57.1, dispone expresamente la preferencia del varón sobre la mujer en caso de igualdad de grado. Una discriminación que ha sido ampliamente debatida y criticada, y que se consuma con la proclamación. Porque el nuevo Rey solo disfrutaba de una expectativa de derecho o derecho expectante a la sucesión preferente, y, tal como ha dictaminado el Consejo de Estado, una reforma de la Constitución antes de ahora hubiese convertido en Princesa de Asturias a su hermana la Infanta Elena. Hay varios ejemplos en la historia de España en sentido contrario, es decir, Princesas de Asturias que han dejado de serlo por el nacimiento de un hermano varón. Y, sin ir más lejos, una reforma de la Constitución en Suecia privó de sus derechos sucesorios a un varón para convertir en heredera a su hermana mayor.
Nuevos tiempos, nuevas Monarquías herencia del pasado, que tienen que ganar su legitimidad, día a día, frente a un futuro republicano.