Anteayer, no sin el apoyo de mi excelente y reducido grupo de colegas promedianías, decidí, tras rematar los compromisos del día, tirar para el monte, como las cabras, y así lo hice. Se trataba de salir corriendo lo antes que se pudiera, siempre tras cumplir las numerosas obligaciones de la mañana y la tarde, para colocarme y disfrutar de uno de mis tantos paraísos: sencillo y sobrio, pero paraíso. Cuando llegaba la noche y caía el Sol por donde aparece La Palma, a escasos kilómetros del paraíso, supe de lo que me había escapado: de puñales ajenos que a veces castigan con marca de daño colateral y de los que lanzan directos aquellos que esconden la mano, los más cobardes y cagones. Hubo puñaladas de todo tipo y, quizá por ello, hartazgo límite y necesidad de liberación con charla acogedora (con la que se resuelve el mundo), cercanía de mayores y una casa humilde que respira y almacena vino en todas sus esquinas, en paredes frágiles y heridas, pero siempre sonrientes, donde habitan, reposan y florecen las emociones y las esperanzas, donde está el matrimonio ejemplar de doña Carmen y don Manuel (siempre Manuel el de los caballos, que, como él mismo dice con sorna, “más arriba hay otro que se llama igual y a veces la gente se confunde”).
A mí, a Vicente y al resto del equipo, esta vez con presencia de César, Gervi y Diego, don Manuel, Manuel el de los caballos, y doña Carmen nos fascinan. Siempre que vamos a ese santuario, a ese templo ejemplo de sencillez, cariño, honradez, honestidad y cercanía, aparte de las buenas mañas en la elaboración de caldos, en el recuerdo del ayer y en el criterio sobre presente y futuro, uno (y también ocurre lo mismo con los demás) se acerca al estado ideal del tiempo detenido, de la magia que no muere y genera constante alegría y buen rollo, de la eternidad tangible. Así, por estas sensaciones de verdad humana y por estar bien a gusto, se nos pasan volando las horas, y sabemos que el tiempo jamás se detiene, y con ellas la obligatoriedad de lanzar adioses, besos y abrazos, siempre con la sensación y el orgullo de haber pasado el mejor rato posible e inolvidable: natural. Otra vez, tras escapar a toda prisa de puñales cercanos, puntas afiladas y transportadas en ristras y carretas que afean la ciudad y las relaciones humanas, corrí y corrí en busca de aquel paraíso. Y allí llegué en una noche que se dejaba mirar, con luz sonriente y polícroma, y con un Sol que ya decía hasta mañana tocando palmas de satisfacción. Donde doña Carmen y don Manuel, y no sé qué coño me pasa, me siento como en casa, rodeado de mesas de antaño, de manteles mordidos, de almanaques que son historia y de telas multicolores. En la casa de don Manuel, siempre el de los caballos, jamás entran los puñales. Esto lo tiene prohibido. Sólo cabe la amistad, la alegría y pasar un buen rato. Qué bueno es todo esto, cuánto nos gusta y cuánto lo disfrutamos. Ellos consiguen, casi sin nada, que al llegar iniciemos otra singladura de felicidad. Gracias, don Manuel; gracias, doña Carmen. Qué a gusto se está entre ustedes y qué bien siempre saben poner los puñales en la puerta de la calle.
@gromandelgadog