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De reyes – Por Fran Domínguez

   

Las instituciones que se vuelven anacrónicas con el devenir de los tiempos tienden a desaparecer: es una mera cuestión de reloj, digital o de arena. Dicho esto, ahora que el término rey está de nuevo de moda -también el de la república, por contraposición- gracias al súbito anuncio de abdicación de don Juan Carlos, debo confesar que hablando de monarcas de aquí y de allá, el que siempre me despertó cierta simpatía, más que nada por su desdichada, lastimosa y sombría existencia, fue el austria Carlos II, que pasaría a la posteridad con el sobrenombre de el Hechizado, último de los Hagsburgo en España, cuya muerte sin descendencia (y mira que lo intentaron en la época por todos los medios) trajo como funesta consecuencia la llamada Guerra de Sucesión, resuelta a favor del pretendiente francés, o sea, Felipe, el primer borbón que reinaba en España, que hacía así valer por las armas sus derechos sucesorios y que sería el quinto con ese nombre -dentro de poco habrá, como todos sabemos, un Felipe VI-. El enfermizo Carlos II, que subió al trono con apenas cuatro años, es fruto de la endogamia, modelo de decadencia de una dinastía y de un país que empezaba a dejar de ser definitivamente potencia mundial, ni siquiera europea, a pesar de sus todavía importantes posesiones en medio mundo. Con una más que precaria salud, Carlos creció en la oscura corte madrileña, trufada de arribistas y conspiradores, y preñada aún del enorme tufo contrarreformista. Este chico asustadizo, influenciado por abyectos personajes, tuvo como referencia a su hermanastro, don Juan José de Austria, hijo natural de Felipe IV, capacitado para reconducir el gobierno de una nave que se hundía y a quien el propio monarca, en un alarde de lucidez, cuando aquel lo obligó a peinarse -algo que no hacía habitualmente-, no tuvo reparos en espetarle: “Hasta los piojos no están seguros con don Juan”. Carlos fue sometido a todo tipo de conjuros para dar un heredero, algo que no se consiguió, dado que era estéril. Su primera esposa, María Luisa de Orleans, también sufrió malas prácticas para curar su supuesta infertilidad. El pueblo, siempre atento a las cuitas reales, en esa y esta época de redes sociales, dedicó unos versos a la francesa: “Parid, bella flor de lis, que en aflicción tan extraña, si parís, parís a España, si no parís, a París”. Con su segunda esposa, la germana Mariana de Neoburgo, tampoco mejoró el panorama. Carlos murió en 1700 cuando tenía tan solo 38 años de edad. Con su fallecimiento, comenzaba una nueva era, y una nueva dinastía: los Borbones.