El ejercicio de la polÃtica se sigue banalizando de tal manera que en demasiados foros se empieza a cuestionar la utilidad del invento. Se comienza a filtrar entre las grietas de la sociedad la idea de que sobran los polÃticos, que son el mal y que su ausencia y destierro serÃa la solución al colapso (de todo). Incluso, aquellos que aterrizan en el sistema argumentan que no sirve y que hay que destruirlo, regenerarlo, y plantear un nuevo paradigma de convivencia. Negro sobre blanco parece hasta razonable, pero la cuestión es que nadie dice cuál es la alternativa, qué nuevos mecanismos sustituirán a los imperfectos de hoy, cómo se arbitrará esa relación entre los que dirigen y los dirigidos. Si miramos hacia esa tan ignorada historia, observamos que existe poco margen y que hasta el dÃa de hoy poco o nada hay mejor de lo que tenemos. Eso no quiere decir que aceptemos pulpo como animal de compañÃa cada vez que nuestros polÃticos tomen una decisión y que no se fiscalice -más y mejor- su actividad pública. Eso sÃ, tampoco se les puede exigir a ellos, a los polÃticos, que acepten ir más allá de lo que nosotros mismos estamos dispuestos a ir porque eso, al margen de cómodo y desahogado, es hipócrita.
Es lo que sintió Michael Ignatieff, historiador, periodista, ensayista y autoridad mundial sobre moral y derechos humanos. Ignatieff decidió dar un paso valiente al frente y pasar de la teorÃa a la práctica. Se enfangó en la arena de la polÃtica creando un partido en Canadá para cambiar desde dentro el sistema. Pero el sistema lo devoró. Él mismo reconoce que se vio superado por la polÃtica, por el modo en que estuvo obligado a responder ante cuestiones para las que no tenÃa respuesta. Vio lo peor y lo complejo de ser polÃtico; él que tenÃa preparación y capacidades para serlo se encontró que no estaba dispuesto a ser el prÃncipe de Maquiavelo. Ahora ataca y defiende a la polÃtica porque como él mismo dice son necesarios porque toman decisiones que el resto -o ellos mismos en la vida privada- no adoptarÃa y a darnos una respuesta aunque no la tengan porque se la exigimos y creemos que asà cumplimos y lavamos nuestras conciencias. Ignatieff no pudo soportar ese peso, pero muchos otros parece que, ¿por suerte?, sÃ.