Cuando un gobernante pone su país al borde de la insignificancia internacional, invariablemente busca recuperar trascendencia con actos desesperados, como es hoy visible en un Putin que reintegra territorios de la ex Unión Soviética masacrando pueblos, o de una Israel que lo imita en Gaza tras la “peligrosa” reciente alianza política de Al-Fatah y Hamas. En Latinoamérica no hay excepciones. Brasil, pese a las pasadas protestas sociales, es el modelo más exitoso de crecimiento regional y se está fagocitando al “chavista”, pues el bloque Unasur y su Banco, mas la imposición del pensamiento político único en lo regional planeados por el extinto Hugo Chávez han fracasado.
Pero Venezuela se resiste a renunciar al sueño de liderazgo continental de Chávez y su actual presidente, Nicolás Maduro, mantiene la grotesca guerra fría de su antecesor contra Estados Unidos. Y, reviviendo la época de la verdadera Guerra Fría y el Muro de Berlín, en sus característicos berrinches acusa a Washington de desestabilización, intentos de golpe de Estado, magnicidio, e infiltrar espías, por lo que periódicamente expulsa ciudadanos o diplomáticos estadounidenses, con idénticas e incomprensibles respuestas de Barack Obama. Incomprensibles excepto que Obama responda así como diversión entre tantas crisis mundiales: arrestando y devolviendo, en un check-point Charlie de Aruba, a un supuesto espía venezolano (en realidad un gordito consumidor de arepas en exceso) recibido con fanfarria militar y como héroe por Maduro.
Claro que Obama se divertirá con todo esto mientras sigua recibiendo petróleo, habiendo refinerías de Pdvsa y fondos venezolanos en Estados Unidos. Si se interrumpe todo ello, la grotesca parodia de guerra fría del chavismo y el check-point Charlie acabarán si algún “inquilino” de la Casa Blanca no tiene buen humor, toma ello como cuestión de Estado, acabando Venezuela como Irak.
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