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El tercer personaje – Por Carmelo J. Pérez Hernández

   

Me veo yo poco dado a dejarme llevar, a permitir que otros me conduzcan. Quiero decir que mi tendencia es más bien a permanecer en una soportable ansiedad anticipatoria, encaminada a controlar lo que sucede en mi vida y a tomar la iniciativa. En principio, esto no es ni bueno ni malo: todo depende del momento y de la forma de manejarse en cada situación concreta.

De hecho, esta tendencia mía al control ya me ha abocado a cometer algunos errores notables. Pero también me ha librado de las tristezas hondas y permanentes que emergen cuando se renuncia a pilotar la nave. La cresta de la ola a la que algunos se encaraman en ocasiones sólo tiene espuma, he pensado a menudo.
Todo esto me ha venido al pensamiento tras leer la segunda lectura de hoy, la que habla de la necesidad de conceder protagonismo al Espíritu de Dios en nuestras vidas. En el camino de la madurez cristiana, vamos dando pasos hacia la comprensión de este misterio: es preciso darle cancha a Dios en lo que pensamos, deseamos, rezamos, pedimos… en lo que nos hace ser lo que somos.

No es fácil de explicar, pero es sencillo de comprender. Si todo depende de mí, estoy perdido. En esta aventura que es la fe necesito un tercer personaje “además de mí mismo y de la Iglesia” que me dé vida de verdad, que me lleve a donde no puedo llegar solo, que me empuje a soñar y a la luchar por lo que nunca habría imaginado, que le dé hondura a mis palabras y a mis rezos más allá de la hermosa retahíla de verbos que he aprendido. Un protagonista que aporte solidez a la fascinante levedad del ser.

Es el Espíritu de Dios. Ése al que algunas veces en este mismo foro he llamado el hijo tonto de la Trinidad, porque apenas hablamos de él y porque nos cuesta hacernos a la idea de su papel.

Sucede, sin embargo, que llega el momento en el que un creyente maduro experimenta que por sí solo ya no hay más que caminar, que es preciso el susurro de Dios para acometer nuevas retos, para plantear nuevos destinos, reconducir los ya logrados y darle vida a los días. Para que las palabras signifiquen algo y los pasos conduzcan más allá de las limitadas fronteras que nos contienen.

No es nuevo, pero es un acontecimiento. Conceder protagonismo al Espíritu en nuestra vida, pedir a Dios la capacidad de saber callar y de dejar de decidir para experimentar su influencia, es lo que nos toca. Dejarse hacer, que es algo para lo que no estamos preparados, porque nuestra tendencia natural es, o bien a controlar, o bien a vegetar.

“El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables”. Ésta es la promesa. Por eso, dejarse conducir por Dios no es sentarse a ver la vida pasar. Sino reinventarla a cada instante al calor de este tercer personaje.

@karmelojph